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Yo fui de “La escuela de la copa”

Crónica de la Unidad Habitacional Libertador Miguel Hidalgo y de su escuela primaria "Urbana número 172 Licenciado José Parres Arias", inauguradas en el oriente de Guadalajara el 15 de mayo, Día del Maestro, hace 48 años

Un parque con una torre en blanco y negro
Un parque con una torre en blanco y negro Un parque con una torre en blanco y negro (La Crónica de Hoy)

“¿Su hijo estudia en ‘la copa’, verdad, Doña Magda?”

Las señoras de mi cuadra a finales de la década de los 70, así le preguntaban a mi mamá para referirse al plantel en donde yo cursaba la primaria.

En cierta ocasión, una de ellas, muy ufana, nos presumió que había sacado de ahí a tres de sus hijos para inscribirlos con “los cuates”, dos gemelos directores de otra escuela, a los que posteriormente mis amigos y yo apodamos los “hermanos macana”, por duros para la disciplina y para sacarle “lana” a los padres de familia.

–Es que acá con “los cuates” sí enseñan, y allá en “la copa”, nomás no –dijo tajante la vecina.

–Pues Lino ya hizo la mayor parte ahí; ahí que se quede. A ver cómo le va cuando haga trámites a la secundaria; ya ve que dicen que es difícil entrar “sin palancas” a la 2 Mixta –Le contestó mi mamá, también tajante.

La Urbana número 172, licenciado José Parres Arias, en la que estuve los seis años, debe su mote a la forma que tiene la cisterna, de unos 25 metros de altura, erigida en una explanada en la que se encuentran la escuela y el mercado de la Unidad Habitacional Libertador Miguel Hidalgo, la colonia del oriente de Guadalajara en la que viví durante 27 años y por la que he transitado por más de otros 20.

El monumental tinaco, hecho a base de losas de concreto, fue construido para almacenar y abastecer de agua a las mil 368 casas del complejo habitacional. En la actualidad ya no contiene líquido y ha quedado sólo como taciturno testigo de la historia de esa colonia a lo largo de 48 años.

Hubo un tiempo, en el segundo lustro de los años 80, cuando “la copa” rebosaba y la caída del agua formaba una cascada; entonces, los alumnos al salir de clases, soltaban las mochilas atestadas con libros de texto gratuitos y cuadernos Scribe, para empaparse sin importarles el uniforme blanco y azul marino.

Eran épocas en las que el zacate reverdecía al pie del enorme contenedor; ahora, casi todo el año sólo se ven yerba amarilla y tierra seca.

Los vecinos afirman que “la copa” tenía un mecanismo mediante el cual era posible cerrar el paso del agua, pero que el hombre que se encargaba de activarlo, intencionalmente dejaba que el líquido se derramara para regar y mantener verde el jardín en la base de la cisterna.

Roberto Mendoza, quien vivió su niñez a menos de 300 metros de la explanada del mercado, recuerda que cuando la mayoría de las casas tenían una sola planta, él y sus amigos se percataban a la distancia de los momentos en los que “la copa” se desbordaba; era la señal esperada para correr en medio de una algarabía e ir a meterse bajo el torrente cristalino.

“El señor que se encargaba de cerrar el flujo, se enojaba y nos corría con maldiciones y entonces sí cerraba el agua”, recuerda Roberto.

La primaria de “la copa” y la Unidad Miguel Hidalgo fueron inauguradas en dos ceremonias efectuadas con minutos de diferencia, poco después del mediodía del 15 de mayo de 1973, por decenas de hombres vestidos de traje, rodeados por un montón de chiquillos desaliñados, uno de los cuales, con los ojos bien abiertos le preguntaba a otro:“¿oye, el pelón es Echeverría?”.

Y es que el mismísimo presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez, se presentó ahí para develar las placas alusivas a las aperturas de mi escuela y de mi colonia, pues fueron levantadas como parte de un programa gubernamental encaminado a “reducir el costo de la vivienda sin menoscabo de su calidad”, según uno de los discursos del día.

Flanquearon a Echeverría en esa ocasión el gobernador de Jalisco, Alberto Orozco Romero; el presidente municipal, Guillermo Cosío Vidaurri; el director de Vivienda y Colonias Populares del Ayuntamiento, Enrique Dau Flores, y un séquito conformado por el secretario de Educación federal, el líder nacional del magisterio y hasta el gobernador de Colima, Pablo Silva, so pretexto de que éste último también era profesor y de que uno de los objetivos de haber construido la unidad habitacional era beneficiar al gremio, gracias al benévolo plan de financiamiento para adquirir las fincas.

De hecho, 200 de las mil 368 viviendas del complejo habitacional fueron adquiridas por docentes, incluidas dos casas que fueron rifadas; una para un maestro federal y la otra para uno estatal.

En mi calle, Gustavo Baz, había cuatro familias encabezadas por profesores, y los tres maestros que tuve en los seis grados de primaria, Ángela García, Mary Rameño y Carlos Santiesteban, residían en cuadras aledañas a la mía.

La construcción de las 29 aulas de la “escuela de la copa”, mi escuela, costó 500 mil pesos. El día que el presidente Echeverría la inauguró, también fueron invitados los miembros de la generación de abogados 1948-1953 de la Facultad de Derecho de la Universidad de Guadalajara, quienes, según se dijo, decidieron colaborar con una parte de los fondos para edificar el plantel, dentro de la celebración del vigésimo aniversario de su graduación, en lugar de despilfarrar ese dinero en jolgorios.

La primaria tenía anexo un terreno de unos 45 por 70 metros, que servía de patio de recreo y también para la realización de torneos de futbol y voleibol. Hubo un tiempo, a principios de la década de los 80, en el que fue contratado como profesor de educación física en el turno vespertino, Javier el “Zully” Ledesma, portero de las Chivas del Guadalajara –quien en 1987 levantó con el equipo el trofeo de campeón– por lo que los alumnos de la mañana íbamos por las tardes a que nos regalara su autógrafo.

Sin embargo, esas canchas deportivas y el patio de recreo cedieron su espacio a la Secundaria número 37 Independencia, inaugurada en febrero de 1995.

El día de la inauguración de la Unidad Miguel Hidalgo y su escuela primaria, acudió como integrante del grupo de constructores del caserío Jorge Matute Remus, el ingeniero tapatío que en 1950 movió por espacio de doce metros el antiguo edificio de la compañía telefónica, que pesaba mil 700 toneladas, para permitir la ampliación de avenida Juárez. Este prócer, a nombre de sus colegas, entregó al presidente Luis Echeverría un pergamino en reconocimiento de su impulso a la construcción de la vivienda popular.

No sé cuánto tuvo que ver Matute Remus en la elaboración de la cisterna de la colonia, pero a veces imagino su estatua de bronce, la que está en Juárez y Donato Guerra, en el centro de la ciudad, empujando el tinacote para llevarlo a otra zona, en donde sí escasee el agua, un padecimiento tan común y grave en nuestros recientes días.

Cuando estudiaba la primaria, a mí “la copa” me parecía una especie de monolito que había prevalecido en su lugar desde la prehistoria. Pensaba temeroso que en una invasión de extraterrestres, lo primero que iban a hacer sería disparar su rayo láser y desintegrarla en pedacitos.

Después la comparé con uno de los molinos de viento del Quijote, pero sin aspas: un gigante de brazos amputados que no intimidaba a quienes cometían hechos delictivos en sus alrededores.

Un domingo, en septiembre de 1986, locatarios del mercado asesinaron a tiros a dos de sus colegas, por un incidente que nunca quedó aclarado. Y en la década de los noventa–debió haber sido casi al final– uno de los muchachos que jugaban futbol en la explanada tuvo que subir por el balón que “volaron” al techo del mercado; entonces halló el cuerpo de un hombre acuchillado, con dos o tres días de muerto.

La mamá del fallecido, vecino de una colonia aledaña que junto con otros acostumbraba reunirse en esa azotea para consumir quién sabe qué sustancias tóxicas, duró varios meses yendo cada amanecer a sentarse en una jardinera. Cuentan que al abrir los locales que dan hacia la explanada, los comerciantes la encontraban rezando y mirando al punto en donde su hijo murió sin ninguna asistencia espiritual.

A mediados de los años 80, la explanada en donde está erigida “la copa” sirvió como escenario para competencias callejeras de break dance, el baile en boga de la época.

“Alguien conseguía cajas grandes de cartón vacías, como de refrigeradores o lavadoras; las desdoblaban y colocaban en el piso de adoquín para que sirvieran de tapete a los que giraban de espaldas y de cabeza”, narra Roberto Mendoza.

“Mis amigos y yo nos subíamos a la azotea del mercado de ‘la copa’ para sentarnos ahí y ver mejor los duelos del break dance.

“Y una madrugada, cuando pasó el Cometa Halley (1986), también nos trepamos al techo, para verlo mejor. Me acuerdo que me acompañaron varios de los que vivían en (la calle Ignacio) Mariscal”, dice Roberto al mismo tiempo que voltea y señala el lugar en el que vivieron la experiencia.

La Unidad Libertador Miguel Hidalgo fue construida, de acuerdo a lo que consta en documentos del Ayuntamiento de Guadalajara, con el “concepto de célula urbana”, integrada por el caserío, un núcleo deportivo, instalaciones para servicio de emergencias médicas, correo, telégrafo, la escuela primaria y un jardín de niños: el kínder León Felipe, en el que por cierto hemos estudiado en las respectivas etapas, yo, mi esposa, nuestra hija y nuestras dos nietas.

Anexo al edificio del plantel preescolar existe un salón que en los años mozos de la colonia era utilizado como centro social, hasta que a principios de la década de los 80 se habilitó como biblioteca, a la que vinieron a darle el banderazo inicial el gobernador Flavio Romero de Velasco y el presidente municipal, Guillermo Reyes Robles.

La célula urbana bajo la que fue concebida la colonia comprende también una base de policía: el cuartel de Zona Seis, conocido popularmente como “La sexta”.

Pese a esas instalaciones policiacas, la inseguridad campea en la unidad habitacional y lugares aledaños. Aparte de los robos simples que casi a diario se suscitan en la colonia, son frecuentes los hurtos a domicilios particulares y de vehículos. En estos 48 años han ocurrido por lo menos ocho asesinatos, algunos de ellos a unos cuantos metros de distancia de la sede en la que se encuentran los agentes municipales.

El cuartel de policía ha tenido que elevar ostensiblemente sus bardas como si se buscara que los elementos de la corporación se guarezcan de los delincuentes, y hace mucho que fue arrancada de su base la placa de metal que conmemoraba la fundación de la unidad habitacional, esa que el presidente Echeverría develó aquel 15 de mayo de 1973 en un jardín ubicado en la calle Demóstenes, a la entrada de la colonia. Muy seguro es que terminó vendida en una chatarrera y fundida junto con los anhelos de seguridad de los habitantes de esta zona.

Estos y otros sucesos tejen la enmarañada historia de la unidad habitacional en la que aún radican mis padres, y a cuya escuela primaria, con nombre de un rector de la Universidad de Guadalajara –José Parres Arias– que murió en funciones, tengo siempre muy presente.

Algunas remembranzas en torno a ese plantel escolar se han ido diluyendo en el laberinto inexorable del transcurrir de los años, mas otras, ocultas en los recónditos anaqueles de la memoria, de súbito han aflorado.

Hace un par de meses, a través de un recuerdo en Facebook, el espíritu cibernético de Paty López, amiga y condiscípula “de la copa”, quien falleció en septiembre pasado, trajo a colación el hecho de que varios de quienes egresamos de esa misma escuela urbana quedamos bajo una especie de condicionamiento psicológico, pues por muchos años, la directora de la primaria usaba como tolerancia para cerrar el cancel a la hora de la entrada a clases, la duración de una pieza musical.

“La marcha Zacatecas” o “Balada para Adelina” eran las canciones a saber, por lo que, camino a la primaria, en cuanto las oíamos, mamás y chamacos, mochilas a cuestas, arrancábamos en frenético sprint, so pena de quedarnos en la calle y volver cabizbajos a casa.

A varios de los alumnos, incluida mi amiga, nos ocurrió que cuando escuchábamos la marcha zacatecana o las notas de Richard Clayderman, años después de haber egresado de esa primaria, queríamos echarnos a correr, y es que la mente busca un detonador para procurar el reencuentro con el pasado.

Por cierto, luego del examen que presentamos los niños de mi cuadra egresados de sexto de primaria en 1980, sólo dos “salimos” en las listas de admitidos a la Secundaria 2 Mixta. Ambos estudiábamos en el mismo grupo en “la escuela de la copa”.

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