
Yo estuve ahí, en el recibimiento que le dio Jerusalén al mesías un Domingo de Ramos en Iztapalapa.
Hacía un calor de los mil demonios, y el bigote al estilo Pancho villa me asfixiaba. Hubo un momento en que ya no soportaba a la gente, sus gritos, sus empujones.
Y, pese a todo, lo aguanté y no por ser leal al Jesús —encarnado por Jacobo Santillán Sierra, el carnicero del barrio San Pablo en ese entonces, 1998 —, sino porque quería un poco de fama y ser el orgullo de la familia, los amigos y de los compañeros de escuela.
Antes de realizarse La Pasión; ya me decían: discípulo del nazareno en la preparatoria, o por lo menos eso me gritaban en el patio central entre burlas y risotadas, aunque los amigos más allegados me decían El Buki de Iztapalapa.
Previo al Domingo de Ramos, yo —el apóstol Jaime—, acompañado de Andrés, Juan y Santiago, nos fuimos a robar unas palmas.
A robar, porque sólo así se le puede llamar a la acción de entrar al Bosque de Chapultepec y cortar las ramas sin permiso.
Por eso el miedo de Juan. Cada que subía un escalón de la vieja escalera que logramos introducir por las rejas, preguntaba si alguien nos veía. No había nadie.
El Juan, que en realidad se llamaba Oswaldo Mendoza, cortó una, luego otra, hasta llegar a la 10. Hubiera conseguido la docena si no es porque su nerviosismo le hizo dar un paso en falso y se cayó desde una altura de cinco metros; por eso la venda en la mano y el pié en plena escenificación.
Al final nos encontramos en el camino una palmera enana. Cortamos las dos restantes, aunque eran palmas pequeñas sirvieron para los discípulos del nazareno más bajitos.
“Qué nos pueden decir: si se las vamos a dar gratis”, me decía el apóstol Juan, angustiado porque su mano estaba hinchada.
Ya eran las 19:00 horas del sábado previo al Domingo de Ramos, y sobre la calle de 16 de Septiembre, en el Barrio de La Asunción, ya estaban los apóstoles impacientes, juguetones y a la espera de nuestra llegada.
El desasosiego no era por preocupación de que nos pasara algo, sino que ya era tarde y no sabían nada de su palma, el accesorio indispensable para la entrada triunfal de Jesús a los Ochos Barrios.
Hubo algunos —dos de los discípulos del chuchito— que se desesperaron y rompieron filas.
Se fueron a comprar su palma a la explanada delegacional; luego, se olvidaron del resto de sus compañeros.
Nos demoramos un poco por el tránsito y por que la camioneta Dodge 86 que me prestó mi padre, El Alemán, como le decían sus amigos, no era tan rápida.
Pero al fin llegamos y repartimos a cada uno de los alumnos de Cristo su rama —había unas de dos metros y medio y otras de casi tres— y después de la aventura a dormir, porque al otro día nos esperaba la fama y el glamur, las cámaras y la muchedumbre.
No me convertí en Brad Pitt —con el look que utilizó en Leyendas de Pasión— ni mucho menos me parecía a Fer, el del grupo de Rock de Maná —que en esa época estaba de moda—, más bien si me parecía al Buki, como me decían mis familiares, pero con bigote de Pancho Villa.
Lo peor es que ni si quiera me distinguía. Todos los apóstoles éramos iguales. La misma greña larga, el bigote ancho y barba abultada; lo único que era diferente fue el color de la túnica.
A las 8 de la mañana, salimos de la calle Azteca, todos bien formaditos y espigaditos. Éramos los acompañantes del profeta y teníamos que lucirnos ante las cámaras y reporteros. Estaríamos a nivel nacional e internacional gracias a la televisión. Por eso gritábamos más fuerte el “hosanna, hosanna al hijo de David, bendito el que viene en nombre del Señor, hosanna en las alturas”.
Así se pasó la mañana. Una que otra actuación con la Samaritana —la que da de beber al sediento Jesús —, con la Magdalena —la iban a apedrear por pecadora— y con la cieguita, una niña a quien le hacíamos burla por tener “el parlamento más largo de la Semana Santa”.
—¡Veo, veo … Mamacita!—era lo único que decía; “su segundo de fama”, comentaban algunos compañeros.
Casi la niña le competía al parlamento de Barrabás, quien sólo dice el viernes santo: “¡Soy libre”…¡Soy libre!... jajajajajaja”.
El final del día llegó. Lo más doloroso no fue el malestar de piernas o el ardor de pies por andar por las calles de los Ocho Barrios descalzo, “para apantallar a los brothers”, sino el momento en que mi mamá arrancó la barba y el bigote.
Grité del dolor; el pegamento casi me arranca la piel. Al paso de los años, Jaime, el apóstol, sólo quedó en fotografías… y en el recuerdo de este iztapalapense que ama su tradición, que hoy cumple 174 años y que hoy comienza.
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