Cultura

Yo soy Fontanarrosa, de Juan Villoro

Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka y los consejos de Chéjov, que de nada servían.

El Futbolista
El Futbolista El Futbolista (La Crónica de Hoy)

(Fragmento)

—Te van a expulsar, pendejo —me dijo Kafka.

Yo llevaba años sin tocar un balón y de pronto enfrentaba el pésimo humor de Kafka y los consejos de Chéjov, que de nada servían.

Chéjov jugaba de medio escudo, no porque tuviera facultades, sino porque quería estar en el centro de la cancha, donde hay más gente para darle consejos. Desde el silbatazo inicial, gritó cosas apasionadas que nadie entendió. Como si hablara en ruso, el muy mamón. Por ahí del minuto catorce hubo una pausa (la pelota se fue a la cancha de al lado, donde un delantero anotó con ella un golazo inútil); mientras, Chéjov me recomendó marcar al extremo izquierdo a dos metros de distancia. Luego dijo:

—Te va a fundir.

Esto ya no era un consejo sino una negra hipótesis. No lo insulté porque yo no estaba en condiciones de discutir. Jugábamos en un potrero con más  hoyos que  pasto; no lo digo para disculparme —todo mundo sabe que las condiciones del terreno afectan por igual a los dos equipos— ni porque tenga mucho toque, pero intenté pases finos, de corte europeo, que fueron desfigurados por un hueco. Era como patear pepinos.

Todos deslucían en ese campo, pero el pinche Kafka consideraba que yo jugaba peor. Cuando me preguntaron cuál era mi posición dije que lateral derecho. Siempre jugué de extremo derecho, pero he fumado demasiado y rebajé mi puesto.

Carezco de fuelle y el dribbling es una habilidad proletaria que desconozco. Me faltan potencia y picardía. Mi estilo es europeo, pero del tipo portugués. Ni muchas carreras ni muchos desbordes. Pases elegantes, alguna que otra pared, un futbol de clase que no siempre se aprecia. Por desgracia, yo parecía un portugués en Angola.

Todas las canchas populares de México están en África. Había que oír esos gritos y ver esa tierra agrietada: una contienda intertribus donde cada encontronazo hacía que una espiral de polvo subiera al cielo como una plegaria primitiva. ¡Y así querían que marcara al extremo izquierdo!

Cuando conocí al equipo, me impresionó el porte de uno de los centrales,  Tolstoi.  El tipo parecía La guerra y la paz. A su lado estaba Ben Okri. Tenía facha de basquetbolista y terribles ojos color carbón.

No sé quién es Okri. Soy escritor pero leo poco porque no quiero influenciarme. Supongo que es un africano. En el futbol está de moda tener africanos. Además, esa cancha era perfecta para un prófugo de los leones.

Al otro lado, de lateral izquierdo, se movía el inquieto Kawabata. Un zurdo natural que disparaba diagonales imprevistas. Tampoco he leído a Kawabata, pero vi una película supercachonda basada en un texto suyo.

Nuestro diez era Cortázar. La verdad, era el único con idea de lo que hacía. Tocaba el balón como si hubiera nacido en Argentina. Un crack. Lo malo es que sus pases iban a dar a Joyce, un presuntuoso  que  se  sentía hecho a mano. Cortázar le puso el balón en bandeja y Joyce disparó a las nubes, o al cielo gris donde debería haber nubes. Luego sonrió como si sus errores fueran geniales.

Aunque los demás también se equivocaban, desde el principio se ensañaron conmigo. Por ahí del minuto veintiocho, el extremo izquierdo me rebasó con facilidad, siguió de largo y Tolstoi y Ben Okri le salieron al paso. Los centrales demostraron lo que puede la fuerza bruta ante un jugador habilidoso: lo hicieron sándwich. El árbitro decretó penalti.

Así nos metieron el primer gol. Veintiocho minutos sin gol era algo que podía ser visto como una proeza para nuestro equipo, pero Hemingway, que sólo se animaba cuando había un conato de bronca, me vio con esos ojos que en las canchas reglamentarias significan: “Nos vemos en los vestidores”, y en las canchas donde no hay vestidores significan: “Te voy a partir la madre”, sin que haya que precisar el escenario.

En la siguiente oportunidad en que el extremo izquierdo se quiso lucir, traté de meterle una zancadilla pero me salió una patada. Vi la tarjeta amarilla. Entonces fue cuando Kafka me dijo que me iban a expulsar por pendejo.

Él era nuestro capitán. Siempre he respetado los códigos del futbol, pero no me gustaba que un tipo con pelo de roedor (de hámster, para ser exacto) pusiera en entredicho su autoridad haciéndole caso a Chéjov, que me ordenaba como si fuera Johan Cruyff:

—¡Abre la cancha!

¿Sabía él que dos horas antes yo estaba fumando mi quinto cigarro del día? ¿Que la coca y el trago me ayudan a vivir, siempre y cuando eso no implique correr? ¿Que la barriga me pesa como si fuera la de otra persona? ¿Que la última vez que visité a mi ex mujer el elevador estaba descompuesto, tuve que subir por la escalera y llegué arriba con una cara tan preocupante que ella se abstuvo de insultarme?

Obviamente no sabía nada. Él era Chéjov, instructor de inferiores. A su lado, Kafka parecía dispuesto a enviarme a una colonia penitenciaria.

Jugaba por mi libertad, como todos los hombres de palabra verdadera, según dice el subcomandante Marcos. Pero yo enfrentaba un desafío superior: estaba arrestado en la cancha.

Nuestro equipo llevaba nombres de escritores en los dorsales. Eso era especial. Más especial era que mis diez compañeros trabajaran en la policía.

Alguna vez le dije a mi ex esposa (entonces mi novia) que el futbol significaba un estado de ánimo. He llorado con los goles del Cruz Azul y mi única fractura se debió al futbol (pateé el refrigerador cuando  nos  eliminó el Santos). Afición no me falta. Cada vez que atravieso un parque y veo niños jugando, anhelo que se les vaya la pelota para devolvérselas con  un  toque  que  considero maestro, aunque le pegue al carrito de algodones de azúcar.

Lo que me molesta es correr. El organismo se degrada con ese desgaste disfrazado de ejercicio. Correr envilece y correr en el trópico o a dos mil metros de altura envilece dos veces. Los mexicanos debemos caminar.

El problema, mi problema, era que ese partido podía ser mi salvación. El futbol regresaba como el peor estado de ánimo: la angustia del hombre acorralado.

La mañana empezó mal. Abrí el periódico y vi el marcador del narcotráfico: cuatro ejecutados; dos en Zamora, mi ciudad natal, y dos en Guadalajara, donde estudié la universidad. Las ejecuciones se habían convertido en mi horóscopo. Si las víctimas caían en sitios que tenían que ver conmigo, el día era atroz.

A pesar de las señales en contra, salí a la calle, y no sólo eso: salí con el Mecate. Me pidió que lo acompañara a Ciudad Moctezuma a ver a un mecánico baratísimo.

El coche del Mecate revela que ya consultó a un mecánico baratísimo, pero necesitaba otro, a quince kilómetros de donde estábamos, para cambiar el claxon que sonaba como si tuviera gripe.

Copyright © 2018 La Crónica de Hoy .

Lo más relevante en México