Hace 100 años moría en su dacha de Gorki, suburbio de Moscú, Vladimir Ilich Ulyanov, Lenin, creador de una religión de odio y de resentimiento que habría de provocar millones de muertos en el medio siglo subsiguiente. La causa según la autopsia fue una hemorragia cerebral. Las secuelas del atentado y jornadas interminables de trabajo mermaron gravemente su salud. Hemipléjico desde mayo de 1922 como producto de un ictus, la imagen de Lenin confinado en una silla de ruedas, con la mirada desorbitada, nada tiene que ver con las imágenes idealizadas inspiradas por el culto a la personalidad que él mismo instauró como seña de identidad de su nuevo orden.
Nacido en la antigua Simbirsk -desde 1924 rebautizada en su honor como Uliánovsk-, ciudad de mediano tamaño situada a orillas del Volga, en el seno de una familia de clase media alta. Un hecho atroz determinó férreamente el curso posterior de su vida: en 1887, su hermano mayor Aleksandr fue arrestado, procesado sumariamente y condenado a la horca, por su papel en un intento fallido de asesinar al zar Alejandro III. La violenta ejecución dejó en el joven Vladimir, a la sazón de tan sólo 17 años una honda huella y un poso de resentimiento inextinguible, quien a partir de entonces abrazó con mayor fervor la causa revolucionaria. La familia Ulyanov fue marginada de los círculos sociales de su ciudad y condenada al destierro, práctica utilizada por la autocracia zarista.
Pese al ostracismo pudo terminar su carrera de abogado, profesión que ejerció brevemente antes de sumergirse en la clandestinidad, circunstancia que endureció incluso más su determinación ante de tomar el camino del exilio, desde donde seguiría conspirando.
A fines del siglo XIX la profecía marxista sobre la inevitabilidad de la revolución y del fin del capitalismo como efecto del crecimiento del proletariado y del agravamiento de sus condiciones de miseria se vio seriamente cuestionada por el gradualismo y el reformismo que permitieron que la clase obrera obtuviera mejoras sustanciales y crecientes en sus condiciones de trabajo y debida a través de las vías parlamentarias y burguesas, al menos en las democracias liberales como Francia y el Reino Unido, pero también la Alemania Guillermina. En este último país el Partido Socialdemócrata alemán (SPD) se posicionó rápidamente como el primer partido de masas en el mundo contemporáneo y adalid del reformismo, especialmente bajo la influencia de Eduard Bernstein, quien fue ferozmente denunciado por el propio Lenin como un traidor a la causa del marxismo. De hecho la revolución marxista no triunfo nunca en país capitalista y desarrollado alguno.
Para los socialistas rusos, endurecidos por la brutalidad de la tiranía zarista, todo eso no era sino revisionismo burgués. En ese sentido, en un ensayo de su autoría, ¿Qué hacer?, publicado en 1902, Lenin propuso la creación de un partido de militantes intelectuales, de tiempo completo, dedicados a enseñar al proletariado ruso, ignorante e ingenuo, lo que en verdad convenía a sus intereses, es decir la conciencia revolucionaria en vez de una conciencia meramente sindical, ya que por sí misma la clase obrera sería incapaz de llevar a cabo una revolución, conformándose con incrementos salariales, prestaciones y representación en la Duma o parlamento ruso. El partido tendría que ser altamente jerárquico, disciplinado y sin fisuras, unanimidad implacable que Lenin denominó “centralismo democrático” que conduciría necesariamente al totalitarismo y a la subordinación acrítica y ciega.
Para tales fines, en un país donde el proletariado industrial era un islote concentrado en Moscú, Kiev, San Petersburgo y poco más, en medio de un océano de campesinos, mujiks, iletrados y reducidos todavía a la gleba feudal, los bolcheviques idearon un símbolo que-sin duda-hubiera provocado la perplejidad e incluso la repulsa del propio Marx- la hoz y el martillo-, significando la alianza entre obreros y campesinos- quien siempre consideró con desprecio al campesinado como una clase vil y retardataria. Quizás fue precisamente en virtud del atraso ruso que la idea marxista triunfó allí y no en otra parte.
Lenin se trasladó desde su exilio en Ginebra, en abril de 1917 en un tren blindado bajo los auspicios del servicio secreto alemán, que buscaban con ello socavar aun más a Rusia. Haciendo su arribo a la Estación Finlandia de Petrogrado. Una vez de regreso en Rusia comenzó a conspirar para lograr el derrocamiento del Gobierno Provisional de Alexander Kerensky. Estratega eficaz e implacable se hizo del poder contra todo pronóstico y en situación de desventaja numérica, en un asalto que nada tuvo de épico y todo de golpe de Estado, el 7 de noviembre. Al cabo de un año Lenin y sus partidarios habían arrasado con el resto de las organizaciones políticas en el territorio bajo su control. No sólo las fuerzas zaristas o capitalistas fueron proscritas y reprimidas, sino también todas las demás fuerzas progresistas.
La represión comenzó con él y no con Stalin como aducen sus apologistas. El odio de clase se convirtió en el móvil del nuevo régimen y de la violencia y represión que le sería característica. Es de sobra conocida su inclinación a degradar a sus oponentes animalizándolos en sus textos plenos de virulencia y vitriolo. Bajo su égida, se restauró en septiembre de 1918 la pena de muerte que había sido abolida por la Revolución de febrero y confirmada por la de octubre, con la ejecución de la social revolucionaria Fanny Kaplan, autora de un fallido atentado en su contra. Decenas de miles de ejecuciones proseguirían. Lenin instauró también la Checa, temida policía secreta, basada en los mismos métodos brutales de su antecesora en el zarismo, la bárbara Ojrana, que se dedicó a perseguir y a dar caza sin tregua a los oponentes políticos del bolchevismo. Así, Lenin instauró el terror y la vendetta como formas de gobierno. La familia real fue brutalmente asesinada. Las hijas y esposas de los aristócratas del Antiguo régimen fueron “colectivizadas” para “disfrute” de los revolucionarios; los palacios y fincas de la antigua nobleza fueron expoliados.
Entre sus discípulos más avezados cabría mencionar no sólo a los consabidos Stalin y Trotsky, o bien, Fidel Castro, Mao Zedong y otros ilustres personeros del marxismo totalitario, sino también, qué duda cabe, a Benito Mussolini, como nos lo reveló Harold Laski en un artículo de su autoría en Foreign Affairs publicado en septiembre de 1923 y acaso a Adolph Hitler. Resulta evidente que los grandes agitadores del siglo XX se inspiraron y emularon de muchas maneras al líder del bolchevismo en sus métodos y estrategias.
Resulta inquietante-por decir lo menos-el hecho de que a un siglo de su partida y tres décadas del fracaso final de su proyecto de utopía, su pensamiento siga concitando atracción entre muchos que creen que la pesadilla que ideó y prohijó es todavía realizable, aun a pesar de la evidencia del costo terrible y exorbitante que provocó en términos de vidas humanas, perdidas o bien rotas. Sí como bien tituló Francisco de Goya y Lucientes a uno de sus más célebres grabados: El sueño de la razón engendra monstruos, el desvarío de Lenin engendró una de las pesadillas más bestiales de la historia reciente de la humanidad.
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