Opinión

1913: La muerte de Gabriel Hernández o la sangre, el fuego, la locura

Aquellos días oscuros de 1913, donde dos golpes militares llevaron al país a la guerra civil, y que terminaron con los asesinatos de Francisco I. Madero y José María Pino Suárez, fueron el principio de una racha de persecuciones y crímenes. Bastaba con que se hubiera sido leal al gobierno legalmente constituido, para convertirse en la presa de los huertistas más exaltados.

historias sangrientas

Compañero de estudios de Victoriano Huerta, Enrique Cepeda presumía de ingeniero. En medio de una borrachera enorme, concibió el asesinato del maderista Hernández.

Compañero de estudios de Victoriano Huerta, Enrique Cepeda presumía de ingeniero. En medio de una borrachera enorme, concibió el asesinato del maderista Hernández.

Sacaron arrastrando el cuerpo. A aquel hombre, que en ese marzo de 1913 era, sin lugar a dudas, el gobernador del Distrito Federal, le urgía ver la mejor parte del espectáculo que había imaginado para su único y personal disfrute: quería ver cómo el cuerpo del general Gabriel Hernández se achicharraba lentamente, mientras él se terminaba la botella de champagne que andaba cargando desde temprano.

Los guardianes de la cárcel de Belem, curtidos por años de ver miserias y podredumbre muros adentro del penal, ni chistaron cuando les ordenaron mover el cadáver a la calle, a la pequeña plaza, a unos pocos metros del edificio de los juzgados para que lo arrojaran a las llamas de la gran hoguera que otros compañeros habían encendido, por órdenes de aquel hombre que, a ratos se carcajeaba, y a ratos guardaba silencio.

El fuego se apoderó del cadáver. Un olor terrible empezó a llenar la avenida Arcos de Belem. Los guardianes de la cárcel, cómplices involuntarios de aquella venganza sobre venganza, a cual más absurda, guardaban silencio, mientras el ingeniero Enrique Cepeda festejaba la manera en que las llamas empezaban a convertir en cenizas los despojos de uno de los generales maderistas más destacados, y que, como muchos otros, caían víctimas de un rencor que parecía no tener fin.

SANGRE EN LA DECENA TRÁGICA

Es sabido que, en los días inmediatos al primer cuartelazo, organizado por Bernardo Reyes, Félix Díaz y Manuel Mondragón, aquel lejano febrero de 1913, el orden aparente que guardaba la capital se quebró en mil pedazos. Golpe más cantado, más anunciado, no ha habido en la historia de México. Una vez que el presidente Madero y el vicepresidente Pino Suárez fueron hechos prisioneros y forzados a renunciar a sus cargos, y Victoriano Huerta llegó al poder, cubierto el aspecto legal por el fugaz paso de Pedro Lascurain por la presidencia de la República, comenzó una temporada donde la represión, la persecución y los ajustes de cuentas, reales o imaginarios enrarecieron la vida en la ciudad de México. Parecía que la capital entera cargaba con la huella de los asesinatos de Madero y Pino Suárez, y aquella desazón se acentuaba cuando alguien recordaba la manera brutal en que una cuadrilla de soldados borrachos había masacrado de la manera más atroz, a Gustavo A. Madero, a las puertas del cuartel de la Ciudadela.

Lee también

Los crímenes brutales de “King Kong”

Bertha Hernández
En México, Frank Corenevski, antiguo soldado y ladrón y defraudador estadunidense, escaló su propio parámetro criminal: se convirtió en asesino.

De Huerta presidente e contaban muchas cosas raras: que si gobernaba permanentemente borracho, que si no dormía en su casa y prefería atender los asuntos del país acomodado en un auto que se movía constantemente por la ciudad, que si tenía un problema enorme de insomnio, y no faltaban los que se preguntaban si ese presunto insomnio era a causa de la tensión que implicaba haber llegado a la presidencia de la manera en que lo había hecho, o simplemente era que no deseaba que Francisco I. Madero se le apareciera en sueños, llamándolo traidor.

En aquellos meses, legisladores que se atrevieron a levantar la voz para denunciar la traición de Huerta, fueron perseguidos. Varios de ellos acabarían asesinados, Como el senador Belisario Domínguez o el diputado Serapio Rendón. El Estado Mayor del presidente Madero fue perseguido y encarcelado. Algunos, como el capitán Gustavo Garmendia, que había logrado evadirse para sumarse, en el norte, a las fuerzas antihuertistas, ya formaban parte de la resistencia. Otros no tuvieron tanta suerte y encontrarían la muerte.

Eso fue lo que pasó con el general Gabriel Hernández.

UN ESFORZADO GENERAL MADERISTA

Gabriel Hernández Márquez era de Tlaxcala. De San Agustín Tlaxco. Fue maderista de esos que llamaban “de la primera hora”, y había operado en la zona de Puebla y Tlaxcala, al mando de una guerrilla que se sumó al Plan de San Luis. También hizo acciones militares en Oaxaca, y al triunfo del maderismo, fue nombrado comandante del 39º. Cuerpo de Rurales. Al mando de aquella tropa, había defendido al gobierno maderista en diversos estados del país. Tanto trabajo le había valido: alcanzó el grado de general de brigada.

Indiscutiblemente, en febrero de 1913, Gabriel Hernández era uno de los generales destacados del maderismo; su lealtad estaba fuera de duda. Precisamente por eso, fue uno de los que acabaron encarcelados no bien Aureliano Blanquet hizo prisioneros a Madero y a Pino Suárez. Probablemente estaba entre las tropas de rurales que intentaron sacar a los golpistas de la Ciudadela, con terribles resultados: es famosa la carga de rurales que, por avenida Balderas, se lanzaron contra el cuartel, ofreciendo un blanco casi perfecto a los traidores que se parapetaban en el viejo edificio.

Lee también

El vendaval violento de Fidel Corvera Ríos

Bertha Hernández
Encarcelado, Corvera Ríos quiso ser el jefe de la venta de drogas de Lecumberri. Acabó asesinado en Santa Marta Acatitla.

También es sabido que de aquella carga, muy pocos salieron con vida, porque en 1913, la plaza arbolada que hoy conocemos en torno a la estatua de José María Morelos, era muy distinta: no había un solo árbol, de modo que los rurales avanzando hacia el cuartel cayeron como moscas.

Gabriel Hernández recibió una herida de bala en la cabeza, pero salió con vida de aquel infierno. Se le trasladó a su hogar, que estaba en Peralvillo, para que se restableciera. Pero la persecución huertista había echado a andar, y al amparo de las inseguridades de Huerta, muchos de sus subordinados aprovecharon para saldar viejos rencores.

Así, el 27 de febrero de 1913, un grupo de soldados irrumpió en la casa de Gabriel Hernández y se lo llevaron preso. Eran horas extrañas y caóticas. A Hernández se lo llevaron a la cárcel de Belem, o más bien a lo que de ella quedaba, pues en los días de enfrentamientos, los conjurados que disparaban desde la Ciudadela, más con el propósito de aterrar a la población que a darle a Palacio Nacional, algunos cañonazos habían derrumbado los muros de la prisión y se habían escapado algunos delincuentes que después serían famosos, como los jefes de la Banda del Automóvil Gris.

Debilitado y sintiendo que la muerte lo rondaba, el general Hernández languideció en Belem por espacio de un mes. Una noche de fines de marzo, un escándalo lo despertó. Inesperadamente, Enrique Cepeda, nombrado por Huerta gobernador del Distrito Federal, se apersonó en la prisión. A nadie le quedó duda de que Cepeda atravesaba por una bestial borrachera. Fue el alcohol, seguramente, lo que le dio ánimos para cometer un crimen apenas un poco menos cruel y miserable que el realizado, unas semanas antes, y a unos cientos de metros de distancia, en la persona de Gustavo A. Madero.

Lee también

Pasiones mortales: el suicidio de la bailarina Téllez Wood

Bertha Hernández 
Hoy apenas se habla de ella, Pero Lolita Téllez Wood fue una de las pioneras de aquel fenómeno de los años cuarenta del siglo pasado que los mexicanos llamaron "de las rumberas". De no haberse suicidado a los 20 años, habría hecho una larga carrera.

Cepeda decidió aquella noche, en medio de su tormenta de alcohol, que al matar a Gabriel Hernández, algún punto a su favor se anotaría en esos días en que todos deseaban quedar bien con Victoriano Huerta, y una forma segura de hacerlo era quitarle un enemigo, de entre los muchos que tenía.

EL CRIMEN Y EL CRIMINAL

Las versiones de la prensa de aquellos días aseguran que Cepeda concibió la idea del asesinato durante una comida donde el alcohol de buena calidad corrió en abundancia. Champagne, dijeron los que atestiguaron el banquete. Champagne era lo que traía el gobernador Cepeda nublándole el entendimiento, pero nadie se atrevió a contener la borrachera, porque ese hombre era uno de los más cercanos a Victoriano Huerta.

En torno a Enrique Cepeda rodaban varios chismes. Uno, que ha llegado hasta nuestros días, asegura que se trataba de un hijo de Huerta, habido fuera de matrimonio. En realidad era un amigo cercano, desde los tiempos en que el joven indígena de Colotlán ingresó al Colegio Militar, gracias a la audacia de haberle escrito al presidente Juárez, pidiéndole ayuda para ser alguien en la vida. El Benemérito jamás imaginó lo que iba a ocurrir con el joven indígena Victoriano Huerta.

S bien es cierto que los dos hombres fueron muy amigos desde sus tiempos de cadetes, es sabido que Huerta sí concretó sus estudios, y era versado en matemáticas y astronomía, y que había trabajado largo tiempo levantando mapas para el ejército mexicano. Cepeda, aparentemente, nunca terminó su formación, y en cambio se hizo fama de borracho y de consumidor frecuente de marihuana. No obstante, se hacía llamar “ingeniero”.

Lee también

El asesinato de “La Muñequita China”

Bertha Hernández
Cuando la mataron, a los 24 años, Su Muy Key ya tenía una incipiente carrera cinematográfica y había participado en cuatro películas.

A nadie le extrañó que Huerta lo tuviera en un puesto relevante y cercano: nada menos que gobernador del Distrito Federal. Tenía esa posición la tarde del 26 de marzo, cuando agarró camino hacia la cárcel de Belem. La borrachera le había traído ante los ojos un rostro, un nombre. Fue a buscar a Gabriel Hernández.

No bien llegó a la cárcel, ordenó que sacaran al patio al militar, llamó a un piquete de fusilamiento, y dio orden de que mataran a un hombre indefenso, que, de haber encontrado a Cepeda en el campo de batalla, habría vendido cara su vida.

Gabriel Hernández fue acribillado mientras Enrique Cepeda bebía largamente de una botella, disfrutando el espectáculo. Pero el gobernador del Distrito Federal no estaba satisfecho: mandó encender, afuera de la cárcel, una gran fogata. Cuando las llamas eran grandes y fuertes, ordenó que sacaran el cadáver de Hernández a la plazuela, que lo rociaran de petróleo y lo arrojaran a la hoguera.

Los guardianes de Belem no chistaron. Obedecieron y el cuerpo del maderista fue vejado y arrojado al fuego.

Cepeda se quedó ahí, mirando, mirando cómo Gabriel Hernández se convertía en cenizas. Luego, contaron los que estaban ahí, se fue a continuar la juerga.

EPÍLOGO: EL ESCÁNDALO Y LA IMPUNIDAD

Fue tan brutal la francachela del “ingeniero” Cepeda, que al día siguiente toda la ciudad de México sabía de la forma artera en que había mandado a matar a Gabriel Hernández. Humeaba todavía el montón de cenizas en la pequeña plaza, cuando la prensa se atrevió a calificar de “locura homicida” el arranque del gobernador. Fue tan evidente el crimen, y tan notorio el estado de ebriedad de Cepeda, que ni siquiera Huerta se atrevió a proteger a su amigo. Enrique Cepeda fue destituido de su cargo y se le encarceló para procesarlo por el homicidio del maderista.

La prensa siguió durante días el destino de Enrique Cepeda. Decía que no se acordaba de gran cosa. De ese tamaño había sido la borrachera. Declaró que el recuerdo de esas horas estaba envuelto en una gran neblina, y que él mismo se sentía en el centro de una tormenta.

Al cabo de un tiempo, Enrique Cepeda, íntimo amigo del presidente Victoriano Huerta, fue liberado. Su defensa logró que el juez lo declarara “irresponsable por acusar un estado patológico en sus facultades mentales”. El asesinato quedó en la impunidad.

Hoy, 110 años después, la pequeña plaza donde se quemó el cadáver lleva el nombre de Gabriel Hernández, sobreviviendo al tiempo. La cárcel de Belem desapareció hace 90 años y en su lugar se levantó el Centro Escolar Revolución. En la pequeña calle que nace en la plaza, y que también lleva el nombre del maderista, en otras épocas, los empleados y obreros de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, rendían, los lunes por la mañana, honores a la bandera. Huella sobre huella, recuerdo sobre recuerdo.