Opinión

El monstruo ha llegado

Donald Trump El magnate republicano tiene mucho poder en la red social X (EFE)

Cuando en 1895 Napoleón se fugó de Santa Elena y regresó a Francia para los agónicos Cien Días, la prensa (“El monitor”), publicó el 9 de marzo: “El monstruo se escapó de su destierro”.

Como suele ocurrir con el veleidoso periodismo, 19 días más tarde, en ese mismo papel, se aplaudía con delirio la llegada del Emperador a las Tullerías.

“Nada puede exceder la alegría universal. ¡Viva el Imperio!”, gritaba la eufórica tinta.

Mañana el Napoleón de Mar -a- Lago, quien “ad orbi” ha proferido amenazas racistas, expansionistas, intervencionistas y de todo tipo desde antes de subir la escalinata del Capitolio de Washington D:C., no hallará en los medios, de su país (con todas sus variedades digitales actuales), ningún obstáculo significativo hacia su monstruoso talante y sí el respaldo de los más extremistas de la derecha y la “white trash” (basura blanca) americana.

Y frente a eso, las potenciales víctimas de sus delirios, muy poco pueden hacer, además de baladronadas patrioteras, especialmente México cuya condición fronteriza lo favorece en algunas cosas y lo condena en otras, las más, por crónica desventura.

Mucho seso se ha gastado en los últimos meses en imaginar recursos defensivos frente a la tormenta por venir cuyos estragos se comenzaron a sentir mucho antes de la fecha inaugural y frente a los cuales el gesto solidario de enviar un grupo de bomberos y rescatistas a Los Ángeles (de esos cuya capacidad no sofocó el fuego en el estado de México durante la devastación de 2024 con 15 mil hectáreas forestales quemadas) no modificará en nada la relación con EU, pero nos hará quedar bien con la población angelina (especialmente con la del origen mexicano).

Mañana el monstruo se apoltronará en el trono del imperio. Y como Napoleón podrá murmurar:

“…Yo he querido el imperio del mundo, y para conseguirlo necesitaba un poder sin límites. (…) He deseado el imperio del mundo, ¿y quién, en mi lugar, no lo habría deseado? El mundo me invitaba a regirlo; soberanos y vasallos se precipitaban a porfía bajo mi cetro”.

Y así se perfilan los límites del sueño: De Groenlandia al Golfo de América; del Canal de Panamá a Taipei; Hawai o Alaska, sin el estorbo del viejo protectorado británico en Canadá, convertido en el dócil estado 51, donde la primera víctima mordió el polvo antes de comenzar formalmente la pelea.

Los mexicanos hemos hallado varios caminos para eludir la embestida. Ninguno parece definitivo ni absolutamente eficaz. No podremos evitar ninguna de las medidas anunciadas; tampoco podremos cobrar con la misma moneda. No tenemos esas divisas.

Ante las deportaciones y nuestra posibilidad de convertirnos en tierra de refugio, sin necesidad ni capacidad para atender a los miles de migrantes despertados a escobazos del duro sueño americano, anunciamos medias consulares (y de Ambrosio la carabina) y la construcción apresurada de refugios fronterizos.

Pero no estamos solos, contamos con la indiscutible potencia del gobierno de Guatemala, cuyo presidente, el señor Arévalo, ya le ha dicho a la Doctora (doctora solo hay una), su disposición de “unir esfuerzos para el bienestar de Guatemala y México”, y la prioridad de “garantizar la dignidad de nuestros pueblos”, lo cual sí debe haber preocupado al monstruo del Potomac.

Bukele, en cambio (como Cristiani, quien besaba las barras y las estrellas), se va orondo y feliz a la toma de posesión.

Por desgracia ese no es el problema mayor. Lo más grave es el renacimiento del “Destino manifiesto”, ahora llamado MAGA, para cuyo cumplimiento no habrá límites, ni geográficos, ni económicos o diplomáticos.

En esta galáctica idea de la nueva Doctrina Monroe, la cual resumía la necesidad de contener a los europeos, el pensamiento de Mr. James se ve rebasado y extendido: el mundo para los americanos.

Hoy, a pesar de los juegos de palabras del gobierno anterior, con ganas de agradar al creador y al demonio, hoy --como muy pocas veces en nuestra desafortunada historia de posguerra con los americanos--, no vemos el dedo de Dios en la escritura de nuestro destino.

Hoy otro lo dibuja.

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