
Aunque la condición de las mujeres en México se mantiene en términos generales al margen del desarrollo humano -a pesar de que el cargo más alto del poder político lo ostenta una de ellas-, el grito de la resistencia feminista persiste. No ha disminuido la violencia contra las mujeres, ni los matrimonios infantiles, ni la trata de personas, ni la prostitución. Los secuestros y las violaciones están a la orden del día. Ser mujer es una condición de alto riesgo en México, donde la violencia contra la mitad de la población representa el más grave problema de salud pública. El INEGI informa que a nivel nacional del total de mujeres de 15 años y más, el 70% ha experimentado algún tipo de violencia psicológica, económica, patrimonial, física o sexual. Es una tendencia en crecimiento constante y sin duda, ellas representan uno de los sectores más subordinados de nuestra sociedad. Llama la atención que el 60% de los abusos en su contra son cometidos en el hogar por familiares o conocidos cercanos. Por si fuera poco, sus salarios son 34% menores en comparación con los varones.
Es una realidad que las sociedades de nuestro tiempo degradan, humillan, explotan, golpean, torturan, violan y asesinan a las mujeres. Además, el control sobre ellas a través del sexo y la sexualidad ha sido una constante a lo largo del tiempo y se encuentra plasmada en normas religiosas o jurídicas. Las instituciones patriarcales como el ejército y la iglesia han contribuido a perpetuar esta situación. Pero esto no es privativo solamente de nuestro país. Históricamente, numerosas construcciones culturales han creado y consolidado el papel secundario y devaluado de las mujeres en el mundo, garantizando así su sometimiento a la dominación de los hombres. Esta violencia de baja intensidad ha traspasado tiempos y fronteras, y se ha convertido en una constante en la historia de la humanidad. Fenómeno que muchas veces se expresa como misoginia —del griego: “odio a la mujer”— y aparece como rechazo y animadversión contra las mujeres o niñas. La misoginia se manifiesta de distintas maneras que son representativas de los prejuicios e ideologías sexistas.
Efectivamente, en todas las sociedades, incluidas las que se tienen por más avanzadas y democráticas, se ha ejercido una violencia sistemática sobre las mujeres. Violencia física, pero también muy diversas y sutiles formas de violencia cultural y estructural practicadas sobre niñas, jóvenes y ancianas. A lo largo de los siglos y de todas las geografías puede narrarse una crónica de la infamia, de la opresión y de la desigualdad. Una violencia creadora de estereotipos y construida desde la educación, el lenguaje, la publicidad, el arte, las tradiciones y las leyes. Herramientas, todas ellas que se utilizan para lograr la aprobación social de las desigualdades y la desvalorización simbólica de la mujer. Entre estas, la brecha salarial siempre en favor de los hombres, los techos de cristal que las mantienen fuera de los ámbitos donde se toman las decisiones, la violencia laboral, la ausencia de conciliación familia-trabajo o el desigual reparto de las
obligaciones domésticas, son solamente algunas de las caras que adopta esta antigua y, al mismo tiempo moderna, opresión contra las mujeres.
No obstante, también se tiene que contar la lucha de la resistencia de las mujeres, quienes paulatinamente han conseguido lograr avances que han permitido salvar la vida de millones de personas en diferentes lugares, grados y medidas a través del derecho al voto, la legalización del aborto y del divorcio, las leyes en favor de la igualdad y contra la discriminación, el acceso a la educación, la liberación sexual y el derecho a ser dueñas de su propio cuerpo. La lucha feminista solo podrá darse por concluida cuando la paridad con los hombres sea realmente efectiva.