
El mexicano del que se tiene registro, primer contagiado grave, luego internado en un hospital público, falleció tres semanas después, a finales de marzo de 2020, víctima de fulminante infección respiratoria. Era trabajador informal, vivía en Ecatepec, rockero, tenía esposa y un hijo que sobrevivieron al mismo virus, sin saberlo entonces, probablemente adquirido en un concierto de heavy metal celebrado en el Palacio de los Deportes a mediados de ese mes y donde se presentó el grupo sueco Ghost.
A la postre, su caso se volvería arquetípico del sufrimiento y la mortandad que traería la pandemia en México: adulto de 40 años, habitante de un municipio conurbado y pobre, con la rutina de vivir en un barrio hacinado, utilizando a diario un transporte público siempre congestionado y con la imperiosa necesidad de salir a trabajar todos los días. Ese es el perfil típico de los fallecidos en México durante el período sombrío de los años de pandemia.
El hecho -las rotundas estadísticas- desmienten así dos versiones gubernamentales que intentaron imponerse. La primera, que el mayor número de fallecidos fueron personas de la tercera edad, lo común y “normal” en un evento como el que vivimos, dijeron. Y segundo, que el enfoque de la política sanitaria estuvo centrado en la atención de los más pobres, que ellos eran la más grande prioridad… no fue cierto, ni lo uno ni lo otro.
Los determinantes esenciales de la muerte pandémica en México no fueron ni el envejecimiento de la población ni las “comorbilidades preexistentes” como repetía López Gatell: fueron las decisiones de política, la gestión gubernamental en el manejo de esa crisis.
En muchas otras partes se cuecen esas mismas habas, incluso en países desarrollados como Inglaterra o como Bélgica, igual que en el Brasil de Bolsonaro y en el Perú las primeras versiones gubernamentales justificaban la excesiva mortalidad en sus países por factores distintos a las decisiones y a la comunicación que emitían sus responsables. Se tratara del estado previo de la estructura de salud, se tratara de la obesidad de la gente, el propósito era mirar hacia otro lado, no a la gestión concreta de los encargados de la pandemia. En Estados Unidos incluso, se culpó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) por la dimensión que estaba adquiriendo su propia tragedia interna.
A la distancia y con las dificultades propias que implica toda nueva epidemia, las instituciones internacionales actuaron con rapidez. Se identificó y secuenció el virus en solo unos días. La OMS declaró la emergencia internacional el 30 de enero. La decisión se adoptó tras dos semanas de reuniones y con el consenso de los máximos expertos. El director general, Tedros Ghebreyesus, hizo llamamientos diarios a los países durante todo febrero para prepararse. Así pues, no puede sostenerse que no había advertencias, alertas e información constante y profusa.
La política comparada ayuda a entender el punto. Por ejemplo, la diferencia inicial entre Alemania y el Reino Unido o si se quiere, entre Angela Merkel y Boris Johnson, consistió en que la primera comenzó a realizar pruebas masivas, rastrear contactos y aislar a los infectados a los pocos días de confirmar sus primeros casos. Esto le dio una ventaja para frenar la propagación del virus.
¿Lo ven? Lo determinante fue (y sigue siendo) las respectivas respuestas sanitarias. Es posible demostrarlo incluso dentro de los países y sus políticas estatales. Según un informe independiente en los Estados Unidos, los vecinos Kentucky y Tennessee, reportaron sus primeros casos de COVID-19 con un día de diferencia. A fines de marzo, Kentucky tenía solo una cuarta parte del número de casos que Tennessee porque actuaron mucho más rápido para declarar un estado de emergencia y cerrar los espacios más concurridos.
Quizás la gran ventaja de Asia fue esa: tomaron medidas tempranas y drásticas ya en diciembre o enero. Algunos dicen: muy fácil, Japón es una isla, pero resulta que recibe 35 millones de personas al año mientras que Vietnam mantiene una frontera con China tan grande como la de México con EU. Sin embargo, el manejo vietnamita fue ejemplar sin tener un sistema de salud pública consolidado y sin ser un país rico.
Dentro de México también es posible identificar esas diferencias: la densa zona metropolitana de Guadalajara tuvo un control, una tasa de contagios y por tanto, de muertes, mucho más baja que la Ciudad de México. ¿La diferencia? Comunicar la alerta a su población, realización de pruebas e insistencia machacona en el uso de los cubrebocas, antes de la vacunación.
Así, la gran crisis pandémica de hace cinco años, simplemente agudizó los rasgos característicos de los gobiernos en turno. Como escribió Dany Rodrick, “los países se convirtieron en versiones exageradas de sí mismos” de sus dirigentes, sus políticas y sus manías.
De esa suerte, México fue víctima de una paradoja instalada por su propio gobierno: no se actuó rápido porque no había datos que mostraran el tamaño de la propagación real del virus. Pero resulta que esos datos no existían porque no se hacían pruebas, dada esa inverosímil decisión de López Obrador: “no causar alarma entre la población”.
De modo que -dicen los que saben- fueron ignorados tres principios clave en el manejo de enfermedades infecciosas. Uno: en casi todos esos patógenos se presentan una gran cantidad de casos asintomáticos, portadores que no saben de su propio contagio. Dos: hay que vigilar si estos individuos están transmitiendo la enfermedad. Tres: si no los buscas, no los encuentras y resulta que son la enorme mayoría. La miopía autoimpuesta resulta en que solo reconoces los casos graves, una mínima fracción del total. Así nos fue.
¿Recuerdan el reporte que seis secretarios de salud presentaron públicamente a principios de septiembre de 2020? Eran precisamente estas recomendaciones validadas por la experiencia del mundo; una corrección racional de la política sanitaria para gobernar el virus que ya entonces estaba claramente descontrolado.
No puede decirse que el gobierno de López Obrador no tenía alternativas a la vista y a la mano, pero minimizar la gravedad del problema, fingir que la situación estaba controlada, mantener su popularidad evadiendo medidas drásticas, fueron sus verdaderas prioridades… lo que se tradujo en 807 mil 720 personas muertas. Si algo es imperdonable en la administración del ex presidente, es precisamente eso. Para la historia.