
Desde la Teoría Crítica es posible sostener que toda práctica institucional debe ser confrontada en términos de su estructura y su capacidad emancipadora. Bajo esta perspectiva, el Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030, lejos de ser un instrumento de transformación social, se presenta como un ejercicio discursivo carente de sustancia, atrapado en la banalidad del lenguaje administrativo, y profundamente alejado de las condiciones reales de vida de las mayorías. La crítica que se formula busca posicionar un señalamiento estructural de su vaciamiento ético y político.
El pasado 7 de mayo de 2025 el Seminario Universitario de la Cuestión Social (SUCS-UNAM) organizó un panel para discutir los contenidos y alcances del PND; el escenario que se planteó es más que preocupante pues lo que se puso de manifiesto es que se trata de un documento que busca cumplir de forma casi tecnocrática con la responsabilidad de cumplir con lo que establece la legislación en la materia; pero que difícilmente puede ser tomado en serio como el documento rector del desarrollo nacional.
Uno de los aspectos más problemáticos del PND es su estetización discursiva. Se recubre de un lenguaje que simula profundidad: excesos retóricos como que en la autodenominada Cuarta Transformación se gobierna con amor y no con odio, se presentan de forma repetida y enfática. Adicionalmente, el contenido del PND no se acompaña de estructuras institucionales ni de metas que permitan dar cumplimiento a los mandatos constitucionales. En lugar de planear, se decora. En lugar de gobernar, se representa el acto de gobernar como una puesta en escena permanentemente informativa. Así, la planeación se convierte en una performance institucional, sin capacidad de subvertir las condiciones estructurales que generan desigualdad, precariedad y exclusión.
Adorno y Horkheimer advertían en su Dialéctica de la Ilustración que la razón instrumental puede colonizar incluso los procesos destinados a liberar. En este sentido, el PND es ejemplo paradigmático de cómo una herramienta supuestamente democratizadora -la planeación participativa- puede convertirse en un dispositivo de reproducción del status quo, disfrazado de cambio.
Frente a lo anterior, cabe decir que la filosofía crítica contemporánea ya no centra su análisis de manera predominante en el mercado como agente de opresión, sino en las formas en que el Estado reproduce relaciones jerárquicas. El PND, en su formato actual, es una expresión de este proceso. No cuestiona los fundamentos de la desigualdad estructural. No interpela los privilegios fiscales. No establece mecanismos radicales de redistribución. No garantiza justicia restaurativa ni transformación social. El Estado mexicano, como señalan Fraser y Honneth en sus debates sobre la justicia, no solo falla en redistribuir, sino también en reconocer. La planeación del desarrollo omite visibilizar apropiadamente la diversidad de experiencias de quienes han sido históricamente excluidos: infancias, pueblos originarios, mujeres, personas con discapacidad, juventudes periféricas. No los incorpora como sujetos políticos, sino como “población objetivo”, como meros “beneficiaros de las acciones públicas”. Así, el PND no solo invisibiliza: también cosifica, tanto a las personas como a sus relaciones con el Estado.
Para dimensionar y ejemplificar lo que se plantea, es pertinente poner atención en el principio del interés superior de la niñez. Este no es solo un criterio jurídico, sino un imperativo ético-político. Colocar a la niñez en el centro de la planeación implicaría reorganizar todo el aparato estatal desde la lógica de la justicia anticipatoria y desde perspectivas como la responsabilidad intergeneracional en materia ambiental. Sin embargo, el PND no asigna presupuestos suficientes, no diseña metas específicas ni garantiza la transversalización de los derechos de niñas, niños y adolescentes; y mucho menos aún plantea una nueva forma de relación del Estado con las infancias, desde la cual se rompa definitivamente con la perspectiva adultocéntrica de la acción pública.
La niñez, como advierte Walter Benjamin, representa la posibilidad de un tiempo distinto, de una historia no escrita por la catástrofe de la dominación. No centrar la planeación en las infancias es negar el porvenir, es condenar al presente a la repetición de sus peores ciclos. Desde esta óptica, colocar a las infancias en el centro de la planeación del desarrollo no es una concesión moral, sino una exigencia política radical: significa reordenar el presente en función de un futuro que no repita la catástrofe.
De esta forma, es pertinente sostener que la planeación democrática debería ser una forma de “desobediencia estructural”. Esto significa que no puede limitarse a administrar lo existente, sino que debe desafiar activamente las inercias del poder e interrumpir la maquinaria burocrática que reproduce privilegios.
El PND falla pues en su dimensión política. No reconoce a la ciudadanía como interlocutora válida, sino como mera espectadora. No impulsa procesos de deliberación pública, sino simulacros de consulta. No se construye desde el conflicto social real, sino desde una racionalidad cerrada que aspira a la eficiencia sin cuestionar el origen de las desigualdades.
La planeación no puede ser un acto burocrático inerciado. Debe ser un ejercicio ético y político, una forma de resistencia frente al automatismo institucional del Estado. El Plan Nacional de Desarrollo, tal como está concebido, constituye una oportunidad perdida: en lugar de convertirse en el vehículo de transformación democrática, actúa como garante del orden vigente. Planear, si ha de tener sentido, debe significar desautomatizar, confrontar, transformar. Mientras la planeación como proceso emancipador no asuma esta función, continuará traduciéndose de forma exclusiva en un conjunto de declaraciones de intenciones vacías, un ritual de Estado que encubre con retórica lo que perpetúa en la práctica: la injusticia estructural.
Investigador del PUED-UNAM