Opinión

El odiseo de la mugre

¿Cuántos años hace que te fuiste?, le pregunté a Roberto cuyo regreso a México muchos habían esperado y otros olvidaron siquiera como una posibilidad. El gobierno lo repudió de la mejor manera: cubriendo las apariencias lo hizo embajador y lo llevó de aquí para allá en sedes de poca monta real: Paraguay, Ecuador, Uruguay.

--Pues ya hace casi treinta. Vine alguna navidades y estuve en las reuniones de principio de año, pero no pude residir aquí por más de un par de semanas o algo así.

Su mujer, quien harta de los trajines, las mudanzas, los cambios y otras cocas había decidido quedarse en México alejada de los infructuosos servicios diplomáticos de un embajador itinerante en la vastedad (¿bastedad?) latinoamericana y sin tomarse siquiera la molestia de promover los papeles del divorcio decidió que la distancia los firmara y decidiera por sí misma.

--¿Y cómo quieres un divorcio si esto ya ni siquiera parece un matrimonio? Cuando vengas te puedes quedar esos días en la casa. Tus cosas están como las dejaste la última vez. Nada ha cambiado, nada más nosotros.

--Deme otro güisqui, por favor, dijo Robert.

La enclenque mesa del saloncito era propicia para la conversación. La cantina estaba casi vacía. No había música ni ruido. Una mosca escuchaba frotándose las patas.

--¿Y ahora?

--Pues voy a vivir de mi jubilación, bueno, a mal vivir porque ya sabes. Son cantidades muy pequeñas. El servicio exterior ya no tiene peso en el gobierno. Pagan poco y a veces tarde. Hoy es día que no puedo acarrear el menaje. No quieren cubrir los gastos de una mudanza con 30 años de unos cuántos cachivaches acumulados. Pero ahí veré cómo le hago.

--Pero tienes prestigio; amigos, le dije con la sinceridad de quién miente por compasión.

--¿Prestigio? No lo creo. Si yo hubiera sido el talento que muchos dijeron que era, no habría sido confinado a los últimos rincones de la burocracia exterior. Y vaya si quise volver., Hablé con Zedillo, con Fox, con Calderón; con todos. Andrés Manuel me prometió la Luna y las estrellas y nadie me reconoció nada. Era como si un extraño poder transexenal, por encima de presidentes y partidos me hubiera señalado como indeseable”.

No perdió Roberto su estilo elocuente y audaz de aquellos años universitarios cuando su oratoria lo alzaba por encima de todos. Mezclaba la cultura popular con la literatura, la historia, la economía. Sabía hasta de deportes y espectáculos.

--¿Te conté que de joven tuve una fugaz aventura con Lilia Prado?

--No, le dije. Me lo contó ella

--¿De veras?

--Cuando me reí nada más dijo, ¡cabrón!!, y alzó el vaso.

--¿Pero sabes que me alegra del destierro? Sin esperar respuesta se adelantó:

--No haber sido testigo callado de cómo a este país ya de veras se lo ha llevado el carajo.

No puede ser este enorme tugurio en que han convertido la ciudad. Sin exagerar te puedo decir que conozco todo el mundo y todo el Tercer Mundo y no he visto peor mugrero. Bueno, si, La Habana, Dar es Salam; cosas de esas. Tegucigalpa… Y esto no era así. Al menos había posibilidad de que dejara de serlo.

--¿Era como París?, ironicé.

--No, no lo necesitaba. Era una ciudad habitable, sin esta estrepitosa tendencia a la condición proletaria. En lugar de mejorar las “ciudades perdidas” de aquellos tiempos, las hemos ampliado subsidiado, extendido a base de dádivas insolentes y hemos logrado una gigantesca ciudad perdida sin aire limpio, sin agua, sin servicios públicos decentes, con hospitales enfermos, escuelas sin alfabeto y sin jardines, sin áreas verdes.

--¿Te has fijado, dijo como quien describe la ruina absoluta, que los parques de esta ciudad no tienen césped sino tierra; que los ríos agonizaron en los sarcófagos de una tubería; que yo hay nubes de lluvia bienhechora en los diluviales meses de antes?

--No me duele haberme ido tanto tiempo. Me duele haber regresado a este mugrero.

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