Opinión

Cachemira: El paraíso herido

Cientos de familias abandonan sus hogares en Cachemira india para huir del fuego cruzado (Amjad Ali/EFE)

Cachemira duele. Duele por su historia, por sus muertos, por su belleza traicionada. Alguna vez llamada el paraíso en la Tierra, hoy es una trinchera silenciosa entre tres potencias nucleares: India, Pakistán y China. Es la región más militarizada del mundo. Y es también, paradójicamente, uno de los lugares más bellos del planeta. Imagine un amanecer: la niebla se eleva sobre el lago Dal, los lirios se abren en los jardines mogoles, el aire huele a azafrán y a té caliente. Pero entre los árboles hay soldados, entre los niños hay miedo, y en los techos hay rifles. En Cachemira, la luz y la sombra caminan juntas.

Todo comenzó en 1947, cuando la partición de la India británica encendió la chispa: dos naciones recién nacidas, India y Pakistán, reclamaron el mismo territorio. El antiguo principado de Cachemira, de mayoría musulmana, pero con un maharajá hindú, quedó atrapado. Lo demás ha sido un derrame lento de sangre. Tres guerras, incontables escaramuzas y un conflicto sin final. Desde 1989, más de 68 mil personas han muerto solo en la región controlada por India. Ocho mil han desaparecido. Hoy hay medio millón de soldados desplegados. Cada carretera tiene un retén. Cada pueblo, vigilancia. Cada silencio, sospecha. Y sin embargo, la vida insiste. Se celebran bodas, pero deben terminar antes del toque de queda. Los campesinos cosechan arroz mientras escuchan disparos en las montañas. Los niños aprenden a identificar el sonido de un dron. La resistencia ya no es política ni armada: es sobrevivir, amar, cantar, sembrar.

Pero la herida se abrió aún más en agosto de 2019, cuando el gobierno nacionalista de Nueva Delhi revocó la autonomía constitucional de Jammu y Cachemira. De un plumazo, el estado dejó de existir. Siguió un apagón total: sin internet, sin teléfonos, sin prensa. La población quedó aislada. Se detuvo a miles de líderes locales. Se silenciaron voces, identidades, reclamos. Se instaló el miedo.

Mientras tanto, el mundo calla. Y no debería. Porque en Cachemira se enfrentan tres naciones con armamento nuclear. El más mínimo error, una provocación mal leída, una emboscada ambigua… y el mundo puede encenderse. No es una exageración: es una advertencia.

Más allá del riesgo global, está el drama humano. Cachemira no es solo un punto rojo en un mapa de conflictos: es el padre que busca a su hijo desaparecido, la madre que guarda silencio para proteger a sus hijas, la joven que escribe poesía en la oscuridad porque no tiene red, pero sí esperanza. Incluso la espiritualidad parece haber encontrado refugio en estas montañas en Srinagar, una antigua tumba, llamada Roza Bal es venerada por algunos como el lugar donde reposan los restos de Yuz Asaf, identificado por tradiciones locales como Jesús de Nazaret, según esa leyenda, el Cristo sobrevivió a la crucifixión y encontró en Cachemira el rincón del mundo donde pudo vivir en paz. Mito o verdad, esa historia revela algo profundo que, incluso en la guerra, Cachemira conserva un eco de redención que trasciende fronteras.

Al final del día, cuando el sol cae sobre las cumbres del Himalaya, y el muecín llama a la oración mientras suena una campana hindú, uno entiende que Cachemira no es solo una herida geopolítica: es una catedral viva de culturas, un canto roto que sigue intentando afinar su nota más alta: la paz.

Porque incluso los paraísos heridos merecen sanar. Y el mundo, esta vez, no puede mirar hacia otro lado. Samuel Huntington advirtió que los grandes conflictos del futuro surgirían en las fronteras entre civilizaciones. Cachemira no es solo una frontera: es una grieta encendida entre mundos.

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