Opinión

¿Y la educación? Bien, gracias.

Niños con mascarillas en el aula
Niños con mascarillas en el aula Niños con mascarillas en el aula (Alumnos de la Escuela Primaria Vicente Guerrero, en la comunidad de Cancabchen, Campeche, regresaron a clases presenciales siguiendo los protocolos sanitarios debido a la pandemia de Covid-19./Fotógrafo Especial)

En mayo de 1990, por iniciativa de la revista Nexos, se realizó una encuesta nacional de evaluación de la educación en México, que incluía exámenes de conocimientos a una muestra representativa de los grupos que terminaban la primaria y la secundaria en ese año escolar. La intención era múltiple: por un lado, comparar el aprovechamiento real de los estudiantes con lo que decían los programas de estudio; por otro, contribuir a hacer un diagnóstico de la escuela mexicana y, finalmente, dar elementos para una reforma en el sistema educativo mexicano, que ya se estaba gestando desde el gobierno.

Participé activamente en ese ejercicio, que era inédito, y puedo decir algunas cosas al respecto. La primera, que los exámenes eran lo suficientemente exhaustivos como para comprobar lo obvio: que había una brecha gigantesca, un divorcio, entre lo que decían los programas y lo que verdaderamente aprendían los niños y jóvenes. Fue un reprobadero descomunal. En una prueba piloto que se aplicó meses antes, con un examen menos complicado y con resultados aparentemente menos catastróficos, la mayoría de los educandos, de todos modos mostraba carecer de los conocimientos básicos de lecto-escritura, matemáticas y otras materias obligatorias en primaria y secundaria.

La segunda cosa, es que el promedio reprobatorio escondía diferencias muy marcadas. Estas diferencias estaban estrechamente relacionadas con dos factores: uno, el nivel de ingresos de la familia del estudiante (visto por la colonia o comunidad donde se encontraba el grupo seleccionado para el examen) y dos, la región del país en la que se encuentra la escuela. Estas diferencias fueron notablemente mayores que las que existen entre escuelas públicas y privadas (en las segundas también hay una enorme variedad de resultados).

Mi impresión hace 35 años fue que el nivel de aprovechamiento escolar en el país estaba dividido en tres grandes bloques regionales. En el primero, con los resultados menos malos, los estados del norte de la República, más las áreas metropolitanas de Guadalajara y la Ciudad de México (con excepción de las zonas más marginales de las mismas); en el segundo, intermedio, los estados no fronterizos del noroeste, así como el Bajío y el centro del país; en el tercero, con los peores resultados, Veracruz, Michoacán y los estados del sur-sureste.

Varias cosas llamaban la atención. Una, que los resultados de los estudiantes michoacanos fueran inferiores a lo que se hubiera esperado a partir, meramente, de asuntos de ingreso y pobreza. Dos, que el nivel de los de Guerrero fuera, de lejos, el más bajo: incluso muy inferior al de Chiapas. Tres, que una característica en común de los estados con peores resultados fuera la presencia importante de la CNTE.

Ciertamente la CNTE pudo hacer raíces más profundas en zonas olvidadas por el sistema educativo y, a partir de ahí, elaborar un discurso presuntamente liberador, imbricado con un proyecto de independencia y de insurgencia sindical. Pero el hecho es que, en términos de resultados educativos, su papel fue, y sigue siendo, el de mantener, e incluso acrecentar, la brecha entre estudiantes de zonas marginadas y los demás. Sus constantes e inacabables exigencias son una manera para intentar que sus malos resultados no se vean.

No se trata, como se quiere vender actualmente, de promover un nuevo tipo de educación, con más conciencia colectiva, en contra de uno supuestamente dedicado a formar trabajadores sumisos. Si alguien no sabe expresarse, si su conocimiento de las matemáticas no le permite calcular un porcentaje para un descuento o una tasa de interés, si tiene una idea de la historia como un pasado plano (y no puede decir qué pasó primero y qué después), si desconoce las leyes elementales de la física y tampoco puede ubicarse en unas coordenadas, es incapaz de servir a su comunidad, independientemente del sistema social.

Por lo mismo, junto al discurso presuntamente innovador, en contra de la estandarización, hay una resistencia extrema a la evaluación: máxime si se trata de evaluación externa. Los resultados serían condenatorios al trabajo de esos maestros, y al de la escuela en general.

De ahí, por ejemplo, la pretensión -afortunadamente fallida- de que no se aplicara en México la prueba PISA, que es una medición internacional, que evalúa la aplicación práctica de los conocimientos escolares en situaciones cotidianas, en áreas clave como lectura, matemáticas y ciencias.

35 años han pasado y seguimos más o menos en las mismas, sólo que ahora estamos viviendo tiempos de simulación. Entre muchas otras bolas de humo, se nos quiere hacer pasar como que la escuela mexicana no atraviesa una crisis, sino que va cada vez mejor. No es así. Necesitamos, como señala la SEP, una educación equitativa, inclusiva, intercultural e integral, pero sobre todo una que sea de calidad. Esto implica no sólo mejoras en la cobertura formal y alicientes para mantener a niños y jóvenes en la escuela, sino sobre todo, acabar con la ficción de que los grados son lo que dicen ser.

La educación es fundamental para el desarrollo y bienestar de los pueblos. También ha sido, en numerosos momentos, factor para la disminución de la desigualdad y de la pobreza. Mal haremos si la consideramos primordialmente como base de apoyos políticos, como tantas veces se ha hecho.

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