
Sucede una cosa extraña con la democracia: todos parecen buscarla, pero muy pocos esperan que sus promesas de libertad, fraternidad y justicia puedan cumplirse. Basta consultar las estadísticas internacionales para constatar que la mayor parte de las personas se declaraba en favor de esta forma de gobierno. Tal entusiasmo era sorprendente, sobre todo si se considera que hasta hace algunas décadas, la democracia atravesaba momentos de gran oscuridad bajo la huella del nazismo, el fascismo, el colonialismo y el estalinismo. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial solo existían una docena de sistemas democráticos, en 1970 se contabilizaban 44 estados libres, en 1990 su número se incrementó a 72 y para 2010 se identificaban 117 sistemas democráticos en 195 países.
Sin embargo, durante los últimos años nuevamente aparece un desencanto democrático. De acuerdo con el último informe sobre el “Índice de Democracia” de la publicación británica The Economist, —y a pesar de qué 2024 fue un año electoral récord donde más de la mitad de la población mundial acudió a las urnas—, se ratificó la tendencia sostenida del declive que afecta a esta forma de gobierno. Actualmente, solo el 45% de la población mundial vive en democracia, el 39% se encuentra bajo regímenes autoritarios, mientras que el restante 16% se ubica en “regímenes políticos híbridos” que combinan democracia electoral con tendencias autoritarias. La pregunta que se impone, entonces, es: ¿por qué se ha incrementado esta desilusión política?
Una posible respuesta se identifica en el camino que ha adoptado la democracia. De golpe, esta forma de gobierno entró en crisis, marcada por una serie de eventos que anuncian el final de una época. El ascenso de los partidos de ultraderecha, el regreso al poder de políticos antiliberales y la llegada de organizaciones populistas a los gobiernos, son algunos indicadores del nuevo orden político. Además, la nula incidencia del voto sobre la realidad incrementa este desencanto social respecto de los procesos electivos. Recordamos el caso de Venezuela –similar al de otros países- donde después del fraude en las últimas elecciones presidenciales, ayer nuevamente abrió las urnas para renovar la Asamblea Nacional, 24 gobernadores y cientos de alcaldes, todo en medio del vacío, la ausencia, el desinterés y el hartazgo ciudadano.
Un aspecto común de esta crisis es el declive de las elecciones como mecanismo privilegiado para la sustitución de gobernantes o la toma de decisiones. El entusiasmo original está concluyendo, es como si se hubiese adherido a la idea de la democracia, pero no a sus prácticas. Esta quiebra de la confianza es debida principalmente a las jóvenes democracias. Desde la caída del Muro de Berlín hasta las elecciones de la Primavera Árabe, muchas personas tuvieron una amarga constatación. Aprendieron que, respecto al ideal, la práctica democrática resulta extremadamente frágil, sobre todo si se acompaña de violencia, corrupción y recesión económica. El aspecto más importante de la actual crisis de las elecciones como procedimientos democráticos está representado por la falta de confianza política. Instituciones y partidos enfrentan prioritariamente esta crisis de credibilidad.
Pero los ciudadanos no se quedan atrás. Uno de los indicadores de su desconfianza es la apatía. La creciente desinformación ha minado su capacidad de involucramiento crítico al punto de llevarlos a abandonar su confianza en el voto. Atravesamos una época donde el interés por la política aumenta mientras que la confianza en el mundo político disminuye. Se incrementa la distancia entre lo que el ciudadano realmente necesita y aquello que ve en el comportamiento de los políticos de profesión, entre aquello que considera indispensable y aquello que el Estado omite hacer. Se crea, así, un sentimiento de frustración que lo lleva al rechazo de las elecciones. Consecuentemente, el abstencionismo se convertirá en la principal corriente política de nuestro tiempo