Cuando yo era niña el mundo se reducía a la colonia donde vivía, el colegio, el supermercado, los cines cercanos, los alrededores inmediatos, la tienda de los helados, en mi caso era Chiandoni, las casas de las amigas (os) de la escuela, a veces en otro confín de la ciudad, pero al que se llegaba mágicamente en el auto de los papás. Por lo menos así fue mi infancia, que transcurrió en la colonia Juárez. Mis pequeños nietos han viajado a otros países, el nene desde bebé y la nena aún párvula. Pero la de ellos es otra historia, en otra era.
A mediados de los años sesenta se caminaba tranquilamente por la colonia Juárez y en otras colindantes. La Zona Rosa era un paso seguro. Hace varios meses, el conductor de un Úber y yo nos confundimos con la calle a la que me dirigía, del otro lado de avenida de los Insurgentes, y me depositó en el corazón de la Zona Rosa. Me dio mucho miedo, los extraños personajes que transitaban, las múltiples Sex Shops, las miradas de algunos hicieron de ese espacio, un pequeño universo de peligro. Iban a dar las siete de la noche.
En cambio, en los tardíos sesenta y los setenta, se trasladaba una a pie al cine París y al cine Roble. Mis papás recorrían por la tarde, casi de noche, la avenida Reforma y se llegaban hasta el Centro de la ciudad para recorrer librerías y luego merendar churros en no sé dónde, porque ese era un paseo muy de ellos.
Hace siglos que dejé la colonia Juárez. Nos mudamos al sur. Con mi marido (finado) viví en Coyoacán, en la colonia Florida y en la Narvarte. Después de estudiar en el extranjero y a unos años de haber nacido nuestro hijo, pasamos siete años en Washington D.C. Al volver nos fuimos a San Ángel, una región citadina tranquila. Pero un mediodía, de vuelta de dar clase en la Facultad de Filosofía y Letras, UNAM, a punto de atravesar en el coche la calle de Galeana, empedrada, larga y angosta, justo frente a una casa que tiene una cruz a la entrada, varios encapuchados con metralletas me lo impidieron. Debió ser entre 2005 y 2007, más o menos. Reculé y tomé otro camino. La casa de la cruz a la entrada se había vuelto extraña. No se veía a los habitantes, y tenían puesto el televisor en lo que debía ser la sala. Eso lo advertía en las noches, cuando pasaba por allí y veía el resplandor de la t.v. en las ventanas encortinadas. Me parecía absurdo que en ese caserón no tuvieran un cuarto de tele. El caso es que, luego del encuentro inesperado con los encapuchados armados, al día siguiente, leí en los diarios que, en aquella residencia de Galeana, esquina con Reyna, se pertrecharon traficantes de armas. La había rentado un matrimonio con una hijita, pero resultó que, en realidad, la habitaban unos delincuentes. Fue un asunto muy sonado, sobre todo porque se pensaba que, en ciertas colonias de la ciudad de México, era imposible que algo así sucediera.
En 2006, la Procuraduría General de la República decomisó cerca de 19.5 toneladas de acetato de pseudoefedrina, en el puerto Lázaro Cárdenas Michoacán. De acuerdo con la versión de la PGR, el decomiso se relacionaba con una residencia, propiedad del empresario chino mexicano Zhenli Ye Gon, en la que, el 15 de marzo de 2007, en Bosques de Las Lomas, se halló una impresionante fortuna de dinero en efectivo: 205 y pico millones de dólares estadounidenses, 17 millones y un poco más de pesos mexicanos, muchos euros y dólares de Hong Kong, billetes falsos, joyas, etcétera, como Cueva de Ali Babá moderna.
Poco después, el empresario Carlos Bremer, adquirió en subasta la lujosa mansión de Zhenil Ye Gon, quien había sido obviamente acusado de lavado de dinero y tráfico de drogas. Al empresario chino, el 23 de julio de 2007, la DEA lo aprendió, mientras el traficante cenaba en un restaurante de Maryland. Después de una década en de mantenerse en una cárcel en Richmond, Virginia, se extraditó a México.
Los años en la ciudad de México, cuando mis padres se paseaban por avenida Reforma en la nochecita, como decimos los mexicanos, pertenecían a otra época, a otro mundo.
El martes 27 hizo una semana del brutal asesinato de la secretaria particular de Clara Brugada, Ximena Guzmán, socióloga, con una maestría en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París y del jefe de asesores, José Muñoz, politólogo brillante. Ambos colaboradores de Brugada apenas rebasaban los 40 años de edad. Hasta ahora, los avances de la investigación no son muchos. Se sabe cómo sucedieron los hechos, los ultimó un asesino profesional. Los dos recibieron varios impactos de bala, doce en total. El asesino escapó caminando, hacia donde lo esperaban sus cómplices.

Este crimen pone un estado de alarma no sólo a los funcionarios de la Cuatroté sino a cualquiera que pulule por las calles del otrora Distrito Federal y por otros estados donde se ha ultimado a gente que trabajaba para el gobierno y a periodistas y a aquel que murió por una bala perdida. En Sinaloa se vive una guerra que no parece tener tregua. Aparece gente asesinada en no pocos lugares del país.
Realmente vivimos bajo la amenaza sorda e imprevista de siniestros delincuentes.