Opinión

Trabajo infantil: una anomalía ética del curso de desarrollo

Trabajo infantil en México GUANAJUATO, GUANAJUATO, 20OCTUBRE2017.- Un niño duerme tras una larga jornada vendiendo burritos de madera en el centro de esta ciudad. FOTO: MOISÉS PABLO /CUARTOSCURO.COM (Moisés Pablo Nava)

Cada 12 de junio, el mundo conmemora el Día Mundial contra el Trabajo Infantil, una fecha instituida por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para visibilizar una de las formas más inaceptables de explotación de las infancias. En México, los datos de la Encuesta Nacional de Trabajo Infantil (ENTI) 2022 permiten dimensionar el alcance y la gravedad del fenómeno: 3.7 millones de niñas, niños y adolescentes entre 5 y 17 años se encuentran en condición de trabajo infantil, lo que representa el 13.1 % de esa población.

De esos 3.7 millones, más de la mitad (2.1 millones) realizan actividades no permitidas: 56.7 % de ellos lo hace en ocupaciones peligrosas y 43.3 % por debajo de la edad legal mínima para trabajar. Es decir, millones de niñas y niños están expuestos cotidianamente a tareas que atentan contra su integridad física y emocional, en condiciones que la legislación mexicana e internacional consideran inadmisibles. Además, 1.9 millones realizan trabajo doméstico en condiciones no adecuadas -principalmente niñas-, y más del 20 % de ellas no asiste a la escuela.

La distribución por sectores económicos también da cuenta de la explotación estructural a la que están sometidas las infancias. Los varones predominan en actividades agropecuarias (39 %), en tanto que las niñas lo hacen en el comercio (32.3 %) y los servicios (32.2 %), incluyendo trabajo doméstico intensivo. Cabe señalar que 30.8 % de las niñas dedican más de 28 horas semanales a las tareas del hogar en condiciones inadecuadas, lo que implica jornadas equiparables a las de un trabajo formal, sin remuneración, sin protección y sin ningún tipo de reconocimiento.

Desde la perspectiva de la OIT y del UNICEF, el trabajo infantil es una violación grave de derechos humanos, ya que perpetúa el círculo de pobreza, limita las oportunidades educativas y afecta el desarrollo físico, mental, emocional y social de las niñas y niños. Más aún, de acuerdo con los criterios del CONEVAL, muchos de estos menores viven en hogares cuyos ingresos están por debajo de la línea de pobreza. Es decir, el trabajo infantil no es un paliativo a la pobreza: es su consecuencia directa, y paradójicamente, su perpetuación. Que las infancias trabajen y aun así sigan siendo pobres revela con crudeza el fracaso del modelo económico vigente.

Ante ello, es necesario realizar una crítica adicional: el trabajo infantil no puede ser romantizado como una “tradición cultural” y menos aún normalizado como una “estrategia de sobrevivencia”. Es ante todo una anomalía estructural del sistema económico, cuya incapacidad secular para generar empleo digno y suficiente para las personas adultas ha llevado a normalizar la participación económica de quienes no deberían trabajar en absoluto.

Lo verdaderamente inadmisible es que este fenómeno funcione como un “escape” del sistema económico a su propio fracaso: como si la solución al desempleo o al subempleo de los padres fuese la inclusión forzada de sus hijos en los circuitos del mercado laboral. Este mecanismo de “compensación económica estructural” constituye una forma encubierta de explotación sistemática que transfiere el costo del crecimiento mediocre a los cuerpos y vidas de los más vulnerables.

Desde el punto de vista ético, no hay justificación posible para tolerar o fomentar el trabajo infantil. Se trata de una de las formas más crueles de extracción de valor de la infancia, tanto en términos económicos como simbólicos y existenciales. Se roba la niñez, se condiciona el desarrollo, se mutila la capacidad de soñar.

En palabras de Nietzsche, cuando la voluntad de poder se somete a los fines mezquinos de la utilidad, el espíritu humano degenera en mera funcionalidad enajenada. La infancia, que representa la potencia vital de la especie, no puede ser domesticada ni disciplinada por las exigencias del capital. Convertir a un niño o niña en trabajador es un acto de sometimiento que viola la esencia dionisíaca de la vida: la espontaneidad, el juego, el asombro.

Por su parte, George Steiner advertía que toda cultura se define por cómo trata a sus poetas, sus muertos y sus niños. Una sociedad que permite que millones de niñas y niños trabajen en condiciones peligrosas o indignas no es una sociedad justa, ni civilizada, ni democrática. Es una civilización fracasada en su núcleo más íntimo.

Erradicar el trabajo infantil no es solo una obligación jurídica derivada de tratados internacionales, como los Convenios 138 y 182 de la OIT, o una meta más de la Agenda 2030. Se trata de un imperativo moral. No se trata de regularlo, sino de abolirlo. No se trata de resignarse, sino de indignarse. No se trata de esperar, sino de actuar con decisión política y ética.

En México, eliminar el trabajo infantil exige voluntad del Estado, inversión sostenida en protección social, educación universal y de calidad, generación de empleos dignos para personas adultas, y programas integrales de acompañamiento comunitario. Pero, sobre todo, exige un cambio de paradigma: colocar a la niñez en el centro del modelo de desarrollo, no como recurso, sino como fin en sí mismo. Porque un país que se permite crecer a costa de la infancia se condena a sí mismo a un porvenir desolado.

Como lo advertía Nietzsche, “la esperanza es el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”, a menos que se transforme en acción transformadora. Y esa acción empieza, ineludiblemente, por liberar a nuestras niñas y niños de la esclavitud o la explotación encubierta en el trabajo infantil.

Investigador del PUED-UNAM

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