
En días recientes tuvimos el privilegio de asistir a la Escuela Secundaria Vicente Guerrero en Xoxocotla, Morelos. Lo que allí presenciamos es mucho más que una buena práctica: es una muestra viva de que la paz no es una utopía, sino una construcción diaria, hecha con manos diversas y comprometidas. Desde la Mesa para la Paz y la Justicia, docentes, estudiantes y familias han tejido una escuela que protege, escucha y transforma.
Este esfuerzo se sostiene sobre tres pilares que deben guiar toda política pública en la materia: coordinación, cooperación y colaboración. La coordinación articula esfuerzos institucionales diversos en torno a un propósito común. La cooperación suma voluntades, dejando de lado protagonismos personales para dar paso al interés colectivo. Y la colaboración convierte esa suma de talentos en una red sólida que sostiene y multiplica.
Desde esta experiencia, tengo claro que prevenir la violencia no comienza con el castigo, sino con la oportunidad. La oportunidad de ser escuchado; la oportunidad de aprender a convivir; la oportunidad de sentirse seguros en la escuela. Cada niña o niño que aprende a resolver un conflicto sin golpes ni gritos, es una victoria, aunque no se vea en los noticieros. Cada joven que se siente valorado y respetado en su escuela es una semilla sembrada contra la fragmentación social.
La paz no se impone, se aprehende. No nace de la fuerza, sino de la palabra; no se decreta desde los tribunales, sino que germina de manera cotidiana en los espacios donde las niñas, niños y jóvenes aprenden a nombrar el mundo. Por ello, las escuelas de Morelos representan hoy uno de los escenarios más potentes para sembrar un porvenir distinto.
Así es como las Jornadas por la Paz que se llevan a cabo en centros escolares, son la respuesta urgente a una realidad donde la violencia ha dejado de ser ajena y se ha instalado incluso en los entornos que debieran ser recintos para el aprendizaje. Apostar por la educación para la paz es actuar en lo esencial: formar generaciones capaces de dialogar, respetar y empatizar sin dañar o destruir al otro.
Pero esta apuesta no puede limitarse a eventos aislados. La paz requiere continuidad, necesita talleres donde se aprenda a resolver conflictos sin recurrir a la violencia; círculos de diálogo donde la palabra sea el vínculo y no un arma; expresiones artísticas que canalicen el sentir colectivo; y, sobre todo, el involucramiento activo de madres, padres, docentes, autoridades y comunidades enteras. Educar para la paz es asumir que todos somos corresponsables.
El respaldo que ha dado la presidenta Claudia Sheinbaum a este tipo de esfuerzos refleja la voluntad precisa de atender las causas profundas de la violencia desde la raíz, mediante la prevención y no únicamente la sanción. Sabemos que estas políticas no generan réditos inmediatos en encuestas o titulares, pero sí transforman de manera irreversible la vida de una comunidad cuando se sostienen en el tiempo.
Morelos tiene hoy una posibilidad real de convertirse en referente nacional en cultura de paz. Pero esta tarea no es exclusiva del gobierno: requiere el compromiso activo de toda la sociedad. Porque la paz no es una promesa electoral, ni un programa temporal: es una construcción colectiva y cotidiana. Y debe comenzar desde las aulas.