Opinión

3 mujeres del teatro mexicano

Mujeres en el teatro

A la vitalidad de la escena contemporánea del teatro en México, a su diversidad de recursos, estilos, temáticas y aproximaciones, debemos añadir otra característica fundamental: la presencia notable y protagónica de las mujeres, quienes participan activamente en un entorno intergeneracional por demás estimulante.

Me detengo en tres ejemplos que aún podemos apreciar en la cartelera teatral de la Ciudad de México. En los tres casos destaca el talento artístico y el genio creativo de tres personalidades del teatro contemporáneo de México, quienes pertenecen a tres generaciones distintas: Luisa Huertas (1951), Emma Dib (1964), y Gabriela Ochoa (1975).

  1. Luis Huertas y Rosario Castellanos

Como parte de las conmemoraciones por el centenario de Rosario Castellanos en 2025, Teatro UNAM y la Compañía Nacional de Teatro del INBAL coprodujeron la obra de la dramaturga mexicana Elena Guiochins (1969): “Prendida de las lámparas”, una suerte de ensayo escénico, biográfico y literario dirigido por Mariana García Franco (1976).

La pieza descansa menos en la tensiones y complejidades dramáticas propias del género, que en el recurso didáctico y multimedial que acude a la memoria, las citas literarias, el material gráfico y las fuentes de archivo, para contarnos en clave teatral la vida, pasiones, requiebros, y genialidades de una de las grandes escritoras mexicanas de todos los tiempos.

Se trata de un paseo memorioso y diacrónico que va de la infancia de Castellanos en Chiapas, pasa por sus años de formación universitaria, su ascenso y consolidación como una escritora central de las letras mexicanas en el tercer cuarto del siglo XX, su gran y casi obsesiva pasión amorosa, y su conmovedora fidelidad maternal, hasta el accidente trágico que le costó la vida en 1974, siendo embajadora de México en Israel.

Tres actrices encarnan las tres edades de la protagonista, único personaje en escena que comparece ante el público y ante sí misma (en diálogo con sus fantasmas y sus querencias): la infancia (Ana Karen Peraza), la juventud (Dulce Muriel) y en la adultez (Luisa Huertas), siendo la propia Huertas quien articula, contrasta, da peso y profundidad dramática al conjunto del montaje, quien guía y justifica la interacción de las tres Rosarios.

Debemos a la escenógrafa Natalia Sedano el dispositivo escénico-lumínico que sostiene al relato y traduce el lenguaje de las palabras al no menos elocuente discurso de las luces, las sombras, los espacios y el vacío. Más que ante una escenografía en el sentido tradicional, estamos propiamente ante una instalación que pisa los linderos de las artes visuales, y que nos reserva un grand finale por el cual desciende de la tramoya un universo de páginas mecanografiadas, que lucen ingrávidas y sugerentes, alternando en el espacio con el bosque lumínico conformado por decenas de lámparas -como aquella que electrocutó a la escritora-, siendo el único recurso de utilería del que dispone la pieza. Un instante de tal plasticidad que merecería su exhibición en alguna galería de arte contemporáneo.

Resultan perturbadores y proféticos estos versos de Castellanos, que me ayudan a cerrar mi comentario. Pertenecen al poema “Presencia”.

Algún día lo sabré. Este cuerpo que ha sido

mi albergue, mi prisión, mi hospital, es mi tumba.

Esto que uní alrededor de un ansia,

de un dolor, de un recuerdo,

desertará buscando el agua, la hoja,

la espora original, y aún la inerte piedra.

Este nudo que fui (inextricable

de cóleras, traiciones, esperanzas,

vislumbres repentinos, abandonos,

hambres, gritos de miedo y desamparo

y alegría fulgiendo en las tinieblas

y palabras y amor y amor y amores)

lo cortarán los años.

Nadie verá la destrucción. Ninguno

recogerá la página inconclusa.

Vemos que no, que esa “página inconclusa” ha sido recogida, reescrita y reelaborada por el mejor teatro mexicano del siglo XXI, e interpretada por una de sus mejores actrices: la maestra Luisa Huertas. La obra estará en cartelera en el teatro Juan Luis de Alarcón del Centro Cultural Universitario, hasta el 23 de agosto.

  1. Emma Dib e Ingmar Bergman

En las antípodas de las grandes instituciones teatrales del país que cuentan con presupuesto regular, foros subvencionados, y una nómina estable de actores, directivos y personal de apoyo, las compañías independientes en México bregan en un mar de incertidumbre y sacrificios constantes.

Ello hace doblemente meritorio que una compañía independiente como Ápeiron, a cargo de Esteban Montes Miranda, celebre 28 años de labor creativa, con la producción de una obra que apela a lo más esencial e irreductible de la práctica teatral: el drama y la actuación. Cuya energía primigenia le permite prescindir de cualquier otro recurso escenográfico o técnico. Teatro puro y duro, de austeridad isabelina, para escenificar la adaptación de un clásico del cine contemporáneo: “Sonata de Otoño” (1977) del director sueco Ingmar Bergman. Un portento de profundidad psicológica, exploración del alma humana y descenso a las mazmorras del ser, con sus claroscuros, altibajos y contradicciones. Ese tipo de obras que se explican mejor en el diván del psicoanalista, que en el set de filmación o en el escenario teatral. Bergman para iniciados.

Emma Dib carga sobre sus hombros el peso mayor de la trama, al representar a Charlotte, la madre narcisista y esquiva que ha sacrificado todo -incluyendo a sus propias hijas- para concentrarse en su carrera como una pianista de fama internacional. Luego de muchos años de distancia y silencio, visitará a sus hijas. La mayor se abisma entre el duelo por la muerte de su hijo de cuatro años y la resequedad de un matrimonio funcional, pero sin amor. La menor sufre de una severa discapacidad motriz y cognitiva, y ha sido rescatada por la hermana del asilo donde la abandonó la madre años atrás.

El reencuentro familiar deviene en una confrontación colosal a la hora de hacer el repaso de sus vidas presentes y pasadas, un torneo agotador de reclamos, culpas, y revelaciones dolorosas. Un tour de forcé emocional, trepidante y sin tregua alguna -muy a la Bergman-, cuyos casi 150 minutos de verbalidad incesante sólo pueden sostenerse en la fuerza actoral.

Es aquí donde Emma Dib aparece como una actriz de enormes recursos, casi dirigida en el escenario por ella misma, a cuya sombra prosperan -con esmero y disciplina, pero muy atrás de ella- el resto de los personajes sobre el escenario. El resultado, con todo, es alentador y logra su propósito: reciclar un tema y una obra de rango universal, en su trasvase de la pantalla al escenario. Las actuaciones de Wendy BGC y de Nayelly Acevedo -las dos hermanas- no desmerecen en modo alguno. La obra se presentará en el Foro Shakespeare hasta el 28 de julio. La recomiendo ampliamente.

  1. Gabriela Ochoa y Eurípides

En la nota preliminar a la adaptación a la prosa moderna que Alessandro Baricco hizo de La Ilíada de Homero (Anagrama, 2005), el escritor italiano apuntó: “acoger un texto que viene desde tan lejos significa, sobre todo, cantarlo con la música que es nuestra”. Precisamente lo que la Compañía Nacional de Teatro y Gabriela Ochoa -como su directora huésped- lograron con la puesta en escena de Ifigenia en Áulide de Eurípides, fue el de contar y “cantar” a un clásico -cuya escritura se remonta 25 siglos atrás- con los ritmos, las sonoridades, las atmósferas, las coloraturas, la corporalidad y los recursos escénicos de nuestro tiempo: un clásico rabiosamente contemporáneo, reconstruido en la brevedad moderna que cabe en sesenta minutos, y apegado con ortodoxia a los diálogos y las palabras del texto original, aunque recortados a su mínima expresión comunicativa, si bien, hay que decirlo, en algunos momentos la obra no escapa a la declamación acartonada y maquinal propia de quien recita -más que actúa- los parlamentos secos e inflexibles de una tragedia griega.

La música original y el diseño sonoro de Genaro Ochoa, la escenografía y la iluminación de Jorge Kuri, y el trabajo coreográfico a cargo de Iván Cisneros, son todos candidatos naturales a obtener premios y reconocimientos. En la estrechez de la sala Héctor Mendoza de la CNT logran el triple milagro sonoro, visual, y coreográfico: reproducir un bosque por cuyos montículos ascienden o se alejan los actores dotados de una luz especial y de una danza propia, como si tratara de un sólo cuerpo en movimiento; recrear un campo de batalla y sus estertores de guerra con una musicalidad casi tribal, de entonación bélica y matices electrónicos; y repasar el tema clásico -el sacrificio forzado de una hija, el potencial abuso que hay en ello- a la luz de nuestras sororidades presentes.

Un clásico revisitado bajo la dirección de Gabriela Ochoa, quien ya ha demostrado en otras puestas en escena su talento para construir artefactos sonoros, visuales e histriónicos como parte de una muy sofisticada y depurada arquitectura teatral. La obra se presentará hasta el 3 de agosto.

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