
Los neurodatos son la información que proviene directamente de la actividad cerebral: impulsos eléctricos, patrones neuronales, registros de pensamiento, memoria, emociones y decisiones en tiempo real. En otras palabras, son los datos más íntimos y personales que un ser humano puede generar. Y aunque hasta hace poco eran materia exclusiva de laboratorios especializados, hoy se están convirtiendo en un nuevo territorio de disputa: entre la innovación tecnológica y la protección de los derechos humanos.
Estamos entrando, casi sin darnos cuenta, en la era de las neurotecnologías. Se trata de herramientas diseñadas originalmente para tratar enfermedades como la depresión, el Parkinson o el Alzheimer, que hoy permiten dar indicaciones a aparatos como computadoras con la mente, estimular zonas cerebrales para mejorar el rendimiento cognitivo o registrar pensamientos en tiempo real. Empresas como Neuralink (Estados Unidos) y Flow Neuroscience (Suecia) ya desarrollan dispositivos capaces de leer y modificar nuestra actividad neuronal. Y aunque estos avances abren puertas prometedoras en salud y comunicación, también plantean riesgos inéditos para la privacidad mental.
Ya no se trata solo de proteger nuestra huella digital, el iris o la voz. Hoy se abre un nuevo terreno: el de nuestros pensamientos, emociones y patrones cerebrales. Si los datos personales ya han transformado industrias enteras, los neurodatos representan una frontera aún más delicada. Por ello su uso ético y transparente es indispensable para evitar que estas herramientas se conviertan en instrumentos de influencia indebida o generación de perfiles psicológicos sin regulación clara.
La ciberneuroseguridad, impulsada por organismos internacionales como la ONU, no es una preocupación lejana. Es una necesidad pública inmediata. Y no basta con escudos tecnológicos: se requieren leyes, educación y conciencia crítica. Saber quién accede a nuestros datos neuronales, con qué autorización, bajo qué propósito y durante cuánto tiempo, es tan importante como votar o saber leer.
Más preocupante aún es la naturalidad con la que entregamos estos y otros datos personales. Relojes inteligentes registran constantemente nuestros ritmos cardíacos, niveles de oxigenación, ciclos de sueño y actividad física, generando perfiles de salud detallados. Asistentes de voz, como Alexa o Siri, graban fragmentos de nuestras conversaciones y comandos, aprendiendo nuestros hábitos y preferencias. Aplicaciones bancarias recopilan huellas digitales, reconocimiento facial y ubicación geográfica como requisitos para operar. Incluso los audífonos inalámbricos más modernos son capaces de medir respuestas eléctricas del oído interno o detectar movimientos craneales, y algunos dispositivos ya integran sensores que miden niveles de estrés o concentración. Todo esto ocurre en tiempo real y de forma continua, sin que la mayoría de los usuarios comprenda realmente qué información se recoge y con qué fines.
Pero conviene recordarlo: el artículo 16 de nuestra Constitución protege los datos personales, físicos y digitales, y esto aplica también cuando se trata de la mente. No se trata de oponerse a la tecnología. Se trata de acompañarla con responsabilidad democrática. Las neurotecnologías pueden transformar la medicina, la educación, incluso la justicia, pero no deben avanzar a costa de nuestros derechos fundamentales. Innovar no puede significar invadir. Avanzar no implica vulnerar.
La presidenta Claudia Sheinbaum ha reiterado que el uso de datos biométricos será voluntario y que ni el padrón electoral ni la lista nominal serán objeto de modificación. Esta afirmación fortalece el principio de legalidad y brinda certeza sobre los límites del uso de datos personales. Sin embargo, también obliga a recordar que toda colaboración entre instituciones en materia de seguridad y justicia debe ajustarse a criterios de legalidad, necesidad y proporcionalidad, conforme al marco constitucional. El tratamiento de datos sensibles, como los biométricos o neuronales, exige una finalidad legítima, consentimiento informado y salvaguardas efectivas que impidan su uso discrecional o con fines distintos a los originalmente previstos.
El desafío no radica en el avance tecnológico, sino en la capacidad del Estado para regularlo con oportunidad, transparencia y responsabilidad. El debate sobre el uso y protección de los neurodatos no pertenece al futuro: es parte de la agenda pública del presente. Fortalecer los marcos normativos, garantizar la supervisión democrática y promover una ciudadanía informada será clave para que la innovación se traduzca en progreso, no en vulnerabilidad.