
Mucho se ha dicho sobre la situación política que enfrenta México desde 2018 y que en los últimos tiempos parece consolidarse. Unos afirman que se trata de una transformación que renueva la ética pública y redefine al Estado Mexicano como uno de absoluto carácter social. Otros señalan que representa una regresión a lo que fuimos el siglo pasado y comenzamos a dejar atrás a partir de la alternancia del 2000. Para los primeros, el camino es el de la democratización absoluta de las decisiones colectivas de carácter estructural. Para los segundos, es la senda de la demagogia y el autoritarismo y la destrucción de las instituciones de la democracia. La polarización, quizá, es en lo único en lo que ambos bandos coinciden. Chairos y fifís. Liberales y conservadores. Izquierda y derecha. Nuevo y viejo establishment.
Pero la política y el ejercicio del poder no terminan ni inician con una opción distinta a las anteriores, por más radical que sea en su transformación o regresión. Quizá el Estado y sus instituciones se vean severamente lastimadas e incluso la llama de la democracia disminuya a su mínima expresión, pero en tanto esta se encuentre encendida, por más que no caliente y lo único que ilumine sea su propia supervivencia, la posibilidad de juego y competencia persisten. Si en la primera entrega se señalaba que hablar de democracia en nuestro país implicaba hacerlo meramente desde un enfoque discursivo, también se afirmaba que mientras se mantuviera la competencia electoral – elemento esencial de la democracia electiva – no todo estaba perdido. Cuando menos hasta este momento, la competencia electoral, con sus enormes inequidades, subsiste y el juego continúa.
Con gran parte de la ciudadanía amorcillada y postrada en la indiferencia, un buen número medios de comunicación silentes para no afectar sus intereses económicos, un gobierno en turno injerencista de los asuntos político-electorales, partidos políticos de oposición retraídos por el miedo de sus dirigentes, y autoridades electorales cooptadas por el poder, ¿qué queda para la competencia electoral y la democracia? De un lado, como señalan Javier Sicilia y Jacobo Dayán a partir de su libro Crisis o Apocalipsis, las resistencias que se encuentran en aquellos espacios o movimientos que aún conservan la dignidad por seguir siendo capaces de indignarse, como los movimientos de madres buscadoras de desaparecidos o espacios de resistencia territorial de pueblos y comunidades indígenas. Del otro, algún puñado de inconformes dispuestos a quemar sus naves e incendiar los puentes, sabedores de que para ellos no hay mañana y la apuesta de luchar, por más riesgosa que sea, es lo único que ofrece la posibilidad, por mínima que sea, de ganar y revertir.
La competencia electoral de 2027 y 2030 será a morir. La primera, porque el gobierno buscará mantener la mayoría legislativa que le asegura legislar desde el Ejecutivo. La segunda, porque el grupo en el poder intentará perpetuarse en la Presidencia. En ese contexto, es imposible confiar en la imparcialidad de las autoridades electorales y en la no intervención del gobierno en turno, sumamente complejo apostar por los partidos de oposición que se han mostrado torpes y medrosos, muy difícil contar con que la mayoría de los medios de comunicación cumplirán con su función social de revisar y criticar al poder, y poco esperanzador descansar la expectativa democrática en una ciudadanía en su mayoría anestesiada. Entonces, ¿quiénes y qué?
Creo que quienes pueden salvar la competencia electoral y rescatar la democracia dependerá de la resistencia que alguno de los espacios o movimientos a los que Sicilia y Dayán hacen referencia hagan de forma activa y ruidosa y no meramente testimonial, pero también de quienes estén dispuestos a arriesgarlo todo con tal de salvar algo, incluso aquello que no les pertenezca. En cuanto al qué, me parece que la respuesta es más compleja porque no existe y tendrá que inventarse en los meses por venir. Muy poco o quizá nada de lo que hoy se tiene sirve para pelear esta batalla y será necesario imaginar nuevas herramientas y vehículos que permitan que otros distintos al nuevo y viejo establishment lleguen al poder para salvar la democracia y redefinir al Estado y sus instituciones. Cualquier cosa, menos un partido o una revolución, que lo primero hoy solo estorba y lo segundo devasta y arrasa con todo, incluso con quienes la encabezan. Quizá, solo quizá, algo tan contrario a lo que hoy se conoce. Quizá, así como en la física existe la antimateria, en política pueda existir el antipartido.
Profesor y titular de la DGACO, UNAM
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