Opinión

Los salarios explican la menor desigualdad, no los apoyos sociales

Salarios

Fueron dados a conocer los datos de la Encuesta Nacional de Ingreso-Gasto de los Hogares (ENIGH) y las reacciones han sido, en su mayoría, epidérmicas. Por un lado, se festejan los datos como si fueran un grandioso resultado de las políticas de la 4T. Por otro, se les quiere minimizar afirmando que son producto de “dádivas”, del “aumento en el número de mantenidos del gobierno” o que la gente “dejará de ser pobre… pero sólo por un rato”. Eso es negar el análisis y rebajar un posible debate a su mínima expresión.

Lo primero: la ENIGH da cuenta de un ingreso corriente promedio trimestral que promedia al alza en los últimos ocho años. El aumento del ingreso es más pronunciado en los deciles más pobres de la población y sólo hay una baja real en el decil X: es decir, en el 10 por ciento más rico. En otras palabras, México es una sociedad menos desigual. A diferencia de lo que han señalado algunos, eso no significa que nuestro país haya dejado de estar entre los más desiguales del mundo: un coeficiente de Gini cercano a .400 no es para presumir.

Dicho esto, hay que subrayar que la razón principal, y de lejos, para este cambio positivo, ha sido el cambio en la política salarial. El ingreso por trabajo de las familias en el periodo aumentó 13.2 por ciento en términos reales, con todo y que fueron, en lo esencial, años de estancamiento económico. En el fondo del asunto está que se le haya quitado el corset a los salarios mínimos, que estaban artificialmente deprimidos.

El aumento al salario mínimo primero evitó que muchos trabajadores del sector formal se mantuvieran en una pobreza cercana al extremo, luego permeó paulatinamente hacia otros asalariados, empezando por aquellos que ganaban poco, ya sea mínimos profesionales o salarios técnicos bajos. Por las propias necesidades de las empresas, los aumentos fueron diferenciados (subieron más los de quienes percibían menos) y, con ello, se generó una nueva estructura salarial, menos desigual que la anterior. El aumento también permeó, aunque sin tanta fuerza, a los mercados informales del trabajo. No hubo el temido efecto de un disparo radical a la inflación, que era la razón que esgrimían los funcionarios ortodoxos que durante años mantuvieron atados los mínimos.

Resulta por lo menos curioso que, en la discusión polarizada, a este elemento crucial no se le quiera dar la importancia que merece. Tal vez sea porque, hace una década, cuando se empezó a debatir con fuerza el tema de los salarios mínimos, Andrés Manuel López Obrador hizo como si la virgen le hablara y calló como momia. Su solución a la persistencia de la pobreza pasaba por las ayudas directas. O tal vez sea porque la derecha ortodoxa compró enterita la idea de que el cambio iba a venir por la muy cacareada política de transferencias y subsidios y no quiso ver la viga que tenía en el ojo (de ahí la crítica a las “dádivas”, los “mantenidos”, etcétera).

El hecho medido por la ENIGH es que las transferencias representaban el 15.5 por ciento de los ingresos familiares en 2016 y ocho años después eran el 17.7 por ciento. Ahí hay una mejora, pero es casi marginal, y está lejos de explicar los resultados positivos.

Más aún, si vemos la distribución por deciles de ingreso de los apoyos y transferencias, encontraremos que están menos focalizados que antes; ahora están dispersos entre la población y los grandes beneficiarios han sido los grupos que se encuentran en la parte intermedia de la distribución del ingreso: gente que ha dejado la pobreza y que constituye una buena parte de la base de apoyo del gobierno. Hay que señalar, además, que, para los hogares de menores ingresos, la contribución de los programas sociales al crecimiento de su ingreso total fue negativa: recibieron menos apoyos. Mejoraron sus ingresos, sí, pero sólo porque ganaron más por su trabajo.

En otras palabras, y en contra de los estereotipos que manejan ambos lados de la polarización política, los apoyos sociales directos tienen una incidencia mínima en los cambios positivos en la distribución del ingreso. Por lo mismo, el futuro de la distribución no depende de ellos, sino de los salarios. Por lo tanto, el énfasis para seguir mejorando debe estar en cómo crear empleos formales y decentemente pagados, no en las transferencias.

En donde sí tienen efecto los apoyos directos es en su presión sobre las finanzas públicas, que se traduce en menores inversiones de infraestructura y mantenimiento y en menor inversión en educación y salud. En la ENIGH vemos que el rubro del gasto que más ha aumentado en las familias mexicanas es el de la salud. Ese aumento equivale al 37 por ciento del incremento en el ingreso por transferencias en el periodo (como estamos hablando de promedios, habrá familias en las que la falta de acceso a servicios de salud y medicinas no les represente gasto y otras a las que implique mucho más costo que las transferencias recibidas). La pobreza por vulnerabilidades sigue siendo muy alta, y en el caso de la salud, es mayor que hace ocho años.

Finalmente, está el tema de la distribución regional del ingreso y el gasto. Por un lado, creció la brecha entre lo urbano y lo rural. También se puede observar que, aunque haya movimientos en los estados intermedios, las diferencias entre los más ricos (Nuevo León, Ciudad de México, Baja California) y los más pobres (Oaxaca, Guerrero, Chiapas) no sólo siguen siendo abismales: están aumentando. Es un asunto que no se corrige con obras insignia.

fbaez@cronica.com.mx

Twitter: @franciscobaez

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