
En el tablero económico de México, hay un jugador silencioso que año con año gana terreno sin hacer ruido: las remesas.
En 2024, nuestro país recibió más de 65 mil millones de dólares por este concepto, una cifra histórica que supera con creces los ingresos por turismo y que compite con lo que exportamos en petróleo. Pero más allá de los números, las remesas son un espejo social, que reflejan el esfuerzo, la lejanía, la nostalgia y el compromiso de millones de mexicanas y mexicanos que, desde Estados Unidos y otras naciones, no dejan de mirar hacia su tierra.
El envío de dinero por parte de migrantes no es nuevo, pero ha adquirido un peso inédito en los últimos años. Hoy, para más de 10 millones de hogares en México, las remesas representan una fuente vital de ingresos. Se utilizan para lo más básico: alimentación, salud, vivienda, educación. En muchos pueblos del sur y el occidente del país, son la diferencia entre subsistir y quebrar económicamente.
No es casualidad que entidades como Michoacán, Guanajuato, Jalisco y Oaxaca encabecen la lista de receptores. En ellos, la migración ha sido históricamente una estrategia familiar frente a la pobreza, la falta de oportunidades o la inseguridad. En estos territorios, los dólares que llegan cada mes son una especie de “pensión del migrante”, no oficial, pero constante, que sostiene la economía local.
Pero hay que mirar con atención este fenómeno. Porque si bien las remesas han sido un salvavidas, también son síntoma de una deuda pendiente del Estado mexicano: la incapacidad de generar empleo digno, ingreso suficiente y futuro en muchos rincones del país. Que el segundo ingreso más importante de México provenga del esfuerzo de quienes se fueron —muchas veces sin papeles, con miedo y dejando atrás todo— debe ser motivo de reflexión profunda.
Además, esta bonanza tiene riesgos. Una dependencia estructural de las remesas puede frenar la exigencia de transformación económica local. Y, en el plano internacional, México queda expuesto a las políticas migratorias de Estados Unidos: basta un cambio de tono en Washington para que millones de familias aquí sientan temblar el piso.
Por otro lado, hay una oportunidad que no se ha aprovechado del todo: canalizar parte de esas remesas hacia la inversión productiva, el ahorro y la educación financiera. Hoy, la mayor parte se gasta en el corto plazo. Si se lograra encauzar aunque sea un pequeño porcentaje hacia cooperativas, microempresas o fondos locales, el impacto multiplicador sería enorme.
Las remesas son, en suma, una muestra de amor económico en estado puro. No hay un solo peso de remesa que no esté cargado de sacrificio. México debe honrar ese esfuerzo generando condiciones para que migrar no sea una necesidad forzada, sino una elección. Mientras tanto, cada dólar que cruza la frontera no solo compra tortillas, medicinas o útiles escolares: también representa un voto de confianza en el país que quedó atrás.