
En Las trampas de la fe, Octavio Paz retrata con una lucidez inusitada el dilema de Sor Juana Inés de la Cruz: una mujer libre, enamorada del saber, atrapada en una estructura de poder que convierte la fe en dogma, el conocimiento crítico en herejía y la libertad en desobediencia. Paz no hablaba solo del pasado. A través de la figura de Sor Juana, nos ofrece una crítica duradera sobre los sistemas cerrados de verdad, sobre las formas sutiles y brutales de coerción que se ejercen en nombre de ideales supremos. Hoy, cuando el sistema político mexicano parece encaminarse nuevamente hacia la concentración de poder, vale la pena recuperar esa lección: los absolutos, aun cuando se vistan de revolución o justicia social, son siempre el germen de la intolerancia.
Con la llegada de Morena al poder en 2018, y su consolidación tras el proceso electoral de 2024, México ha transitado hacia una configuración hegemónica del poder político. No se trata simplemente de una mayoría legislativa o de una victoria electoral abrumadora. Se trata de la instauración de un nuevo régimen político, estructurado en torno a la figura presidencial, y sostenido por redes clientelares, órganos de poder colonizados y un aparato discursivo disciplinado. Prácticamente todas las estructuras del Poder del Estado, se alinean hoy a los consensos que se construyen dentro del círculo presidencial.
En Pequeña crónica de grandes días, Paz advertía que la política -y eso aplica particularmente a México- tenía una inclinación estructural a reducir la pluralidad en nombre de la unidad. El nacionalismo revolucionario primero, y luego el presidencialismo priista, construyeron un sistema en el que la divergencia era traición y la obediencia era la forma suprema de virtud política. Lo que presenciamos hoy no es una ruptura con esa tradición, sino su reciclaje. Morena, a pesar de su retórica de cambio, ha reproducido -y en varios aspectos, perfeccionado- las lógicas del poder vertical que han dominado a México desde el siglo XX. El “pueblo” sustituye al “proletariado” y el “servicio a la nación” a la “revolución” como principios ordenadores. Pero el fondo es el mismo: una voluntad política que se presenta como la encarnación exclusiva de la verdad.
Uno de los instrumentos más eficaces de esta nueva hegemonía es el control de la narrativa pública. El gobierno de Morena ha demostrado un talento formidable para construir relatos que reducen la complejidad del país a oposiciones binarias: pueblo vs. élite, transformación vs. corrupción, buenos vs. malos. En Tiempo nublado, Paz escribió que “las ideologías no solo explican la realidad: también la deforman para justificar al poder.” En el México actual, la deformación es constante y minuciosa: no se toleran matices, no se admiten dudas, no se permite la crítica.
Desde la filosofía de la liberación, Enrique Dussel subrayaba que todo poder legítimo debe sustentarse en una ética del discurso, es decir, en la apertura al diálogo con el otro, especialmente con los oprimidos y excluidos. Aplicado al contexto actual, el régimen político traiciona esa ética cuando descalifica sistemáticamente al disenso, cerrando los espacios deliberativos y sustituyendo el debate por la imposición vertical de decisiones.
Pero no se trata solamente de controlar el discurso. El poder morenista ha extendido sus tentáculos hacia los medios de comunicación y sus agendas. Se presiona, se condiciona, se estigmatiza. Los medios que cuestionan sus inconsistencias son señalados como traidores, corruptos o parte del “bloque conservador.
Lo más alarmante, sin embargo, es la forma en que esta lógica del dogma ha sido reproducida por gobernadoras y gobernadores, así como en las alcaldías donde han llegado al poder, o donde triunfan partidos afines al régimen. Casos como los de Puebla y Campeche son especialmente preocupantes: en ambos estados se han registrado ataques directos y sistemáticos contra periodistas, incluyendo difamaciones, acoso judicial, campañas de desprestigio y, en algunos casos, amenazas veladas. En la misma tesitura se encuentra el escandaloso caso de la diputada “Dato Protegido”. La libertad de expresión, uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia, ha sido convertida en un privilegio condicionado a la fidelidad al régimen. Se persigue a quien investiga, a quien denuncia, a quien documenta la corrupción o el abuso de poder o que simplemente no comparte la visión y estrategias de la política pública.
Así, lo que se presenta como una revolución ética o como una regeneración nacional, en realidad está virando, peligrosamente, hacia un sistema cerrado de verdad, donde el disenso no tiene lugar y el pensamiento crítico es, por definición, sospechoso. La historia enseña que los sistemas así, tarde o temprano, devoran a sus propios apóstoles. La ideología, cuando se absolutiza, degenera en fanatismo; y el poder, cuando se vuelve omnímodo, pierde el sentido de sus propios límites.
Frente a este panorama, es urgente rechazar los absolutos y los dogmas. México no necesita un nuevo culto político ni una nueva fe ciega. Necesita instituciones fuertes, ciudadanía crítica, pluralismo real. Como advirtió Octavio Paz, “la libertad no es un don ni una conquista definitiva: es una elección cotidiana, frágil y exigente.”
Si no somos capaces de proteger el derecho a disentir, el derecho a investigar, el derecho a decir “no” -aun en medio de coros de fieles-, estaremos cayendo, en las mismas trampas de siempre. Solo que ahora no serán trampas de la fe religiosa, sino trampas de una fe política que pretende salvarnos, pero podría terminar por someternos.
Investigador del PUED-UNAM