
La literatura, especialmente la de Hispanoamérica, tiene dos grandes temas: los hombres providenciales, fuertes, tiránicos o al menos todo poderosos y la sorpresiva aparición de prodigios: muertos murmurantes, hermosas mujeres transportadas al cielo por el aleteo de sábanas milagrosas; fusiles fundidos con las entrañas de un aerolito y en general desafíos a la lógica mal llamados “realismo mágico”. A veces esos dos ingredientes se mezclan.
Todos los escritores, en un grado mayor o menor han sucumbido a la tentación de narrar --a su modo-- la raíz del autoritarismo, pero pocos se han ocupado de una de sus consecuencias: la herencia de los caciques. Los hijos del patriarca son llamados a continuar su camino.
Algunos --como Juan Domingo Perón – tras el ocaso, se lo desvían a su esposa tras varios intentos y varias esposas.
Otros, como los Somoza, pudieron ocupar varias generaciones en el poder nicaragüense por casi medio siglo (Anastasio Somoza García, Luis Somoza Debayle y Anastasio Somoza Debayle), hasta llegar a su derrocamiento por la guerrilla sandinista, hoy convertida en algo tan podrido como la dinastía derribada. O más: un embrujado exguerrillero sometido a las faldas de una hechicera de país bananero.
En la literatura hemos conocido textos maravillosos:
“Yo el supremo”, de Roa Bastos; “El señor presidente”, de Miguel Ángel Asturias; Pedro Páramo, de Rulfo, y más recientemente la prodigiosa (la) “Fiesta del Chivo”, de Mario Vargas Llosa, con la increíble historia de Trujillo, concluida con su asesinato, sin tiempo para narrar la consecuencia de su hijo Ramfis, (Rafael Leónidas Trujillo Martínez), cuya vida de lujuria, riqueza y desmanes podría ocupar una enciclopedia entera.
Los poderosos tienen siempre fallas notables a causa de los intentos de compensar sus descuidados afectos mediante la ausencia de disciplina hacia sus hijos quienes se cobran la desatención con los excesos. Primero por el menosprecio al cual su padre los sometió mientras se ahogaba en la hiperactividad durante la implacable búsqueda del poder y después por la excesiva munificencia para compensar las ausencias, a la manera de aquel viejo cartón del reyezuelo con el hijo mirando en lontananza los dominios familiares y la advertencia: algún día todo esto será tuyo.
Pero la realidad a veces sabotea las intenciones de extensión sucesoria. El talento político; mitad inteligencia natural; mitad perseverancia implacable, rigor, esfuerzo y habilidad, no sigue las leyes de Mendel. Es más, no obedece a ley alguna.
Muchas veces los grandes dirigentes, quienes durante su mandato colocaron en jugosos cargos a hermanos, primas, familiares, discípulos (as) y amigos, tienen hijos redomadamente idiotas o cuando más manipulables desde fuera de la familia (amigos convertidos en socios), para gestionar en el nombre de ellos, negocios fabulosos, gracias a la tolerancia paterna. Una cosa es trasladar los apellidos y otra ---muy distinta--, las capacidades.
Precisamente por ese impulso tan frecuente en la literatura me ha venido la ventolera de escribir una novela de este tipo. Los poderes de la dinastía sin recurrir a las monarquías. Y en la búsqueda de materiales estuve leyendo algunos textos sobre el fracaso de Trujillo. Y de paso algunas cosas sobre Fidel Castro cuya historia lujuriosa es digna por sí misma de una novela aunque no haya preparado a ninguno de sus muchos descendientes para sucederlo en el poder. Prefirió a su hermano. Por otra parte, gran garañón, según nos dice Elisa Pastrana:
“…Fidel Castro tenía fama de mujeriego. Su vida sexual fue un mito tan grande como sus gestas revolucionarias. Según el New York Post se acostó con más de 35 mil mujeres, dos al día durante 40 años. Se casó dos veces y muchos han intentado determinar cuántos hijos resultaron de sus amoríos. La cuenta llega a 11 en el cálculo más exhaustivo de la periodista Ann Louise Bardach en su libro Without Fidel (2009). Seis de sus esposas, los demás de sus amantes.
“Fidelito, el más parecido a su padre, el primogénito de la “tribu” -como el caudillo cubano llamaba a su prole- murió a los 68 años. Se suicidó”.
Pero el caso de Ramfis es distinto. Él ocupó brevemente la silla del padre. En la búsqueda de información encontré estos datos (Pedro Conde):
“…(Trujillo) tuvo una vez un sueño. El de perpetuar a su descendencia en el poder, perpetuar su estirpe, crear una dinastía. En el trono pensaba entronizar al niño de sus ojos: Rafael Leónidas Trujillo Martínez, alias Ramfis, el hijo adulterino que «La Españolita», tuvo con su primer macho”.
Más allá de las versiones, casi todas interesadas en manchar la historia trujillesca con una paternidad dudosa, el hecho real es simple: Ramfis era la adoración de su padre, pero eso no superaba sus limitaciones, al contrario, las acentuaba.
“…En ese niño proyectó sus más grandes sueños y esperanzas. Lo veía quizás en su imaginación cubierto de gloria, cubierto de pies a cabeza de laureles. Debía ser, ante sus ojos, un niño prodigio, de una inteligencia y precocidad fuera de serie.
“Para alimentar su ambición lo nombró coronel a los cuatro años. Un nombramiento con el salario y los privilegios correspondientes. Aun así, todo parece indicar que Ramfis Trujillo no respondió al estímulo, pero de cualquier manera fue el inicio de una brillante carrera militar. Tan brillante que a los nueve años fue ascendido a general. Después llegaría a ser comandante de las fuerzas de aire, mar y tierra”.
Como se ve los poderes inconsultos cometen el mismo error.
Nombran a sus hijos para desempeñar cargos o puestos lejanos a sus pobres entendederas.
Y tarde o temprano su ridículo se traslada al anciano patriarca quien no puede dar marcha atrás porque pondría en duda su orgullosa condición de hombre fuerte, no obstante haber aprendido desde tiempo inmemorial “a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad” y llegar “sin asombro a la ficción de ignominia de mandar sin poder, de ser exaltado sin gloria y de ser obedecido sin autoridad (GGM).”
En fin, personalidades extrañas, como nos han revelado Carpentier o García Márquez en sus historias de caudillos, patriarcas y colosos con pies de barro, pero siempre atractivo para quien quiera –como este servidor- incursionar en la novela del poder frente al insuperable desafío de acercarse, siquiera, a MLG y “La sombra del caudillo”.
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