
Para abastecer al 20 por ciento de su población con adicciones, Estados Unidos requiere estructuras complejas de complicidad en las cuales se hallan los propios estadounidenses y, por supuesto, eventualmente algunas autoridades de ese país. Es un ecosistema criminal integrado por vigías, conductores, empaquetadores, operativos y funcionarios en ambos lados de la frontera.
En las redes de corrupción transitan con escasos obstáculos los insumos del consumo problemático de drogas duras. Los datos y los esfuerzos desplegados desde el gobierno de la Presidenta Claudia Sheinbaum son de impacto. La Operación Frontera Norte arrancó el 5 de febrero con el despliegue de 10 mil soldados en la frontera, en una estrategia concentrada en estados como Baja California, Coahuila, Chihuahua, Tamaulipas, Nuevo León, Sonora y Sinaloa.
A julio, el Gabinete de Seguridad reportó 310 kilos de fentanilo incautado, 5 mil 497 detenidos, 4 mil 444 armas y 699 inmuebles. En Estados Unidos, las cifras del FBI indican un incremento de 25 por ciento interanual en el decomiso de esta droga sintética y un nivel récord en los primeros 200 días de la administración del Presidente Donald Trump.
Frente a los datos está la otra realidad, expuesta por el New York Times, sobre la ruta de la droga desde Sinaloa hasta Tucson, Arizona, con las complicidades del caso: ¿qué porcentaje de droga es posible detener? Aunque no existe un cálculo oficial, la brecha entre toneladas incautadas y la escala del tráfico revela que la inmensa mayoría circula libremente. Estimaciones de la DEA —Drug Enforcement Administration Highlights Year’s Accomplishments 2005— apuntan al desafío: se detiene menos del 5 por ciento del trasiego real.
En los mejores escenarios, se detecta quizás uno de cada 20 envíos. El combate se extiende con la participación de la DEA en Europa, donde de acuerdo con el Informe Europeo sobre Drogas 2025 de la Agencia de la Unión Europea sobre Drogas —con datos a 2023—, España y Bélgica concentran el 60 por ciento de toda la droga incautada.
Sin transformar la estructura de corrupción y los hábitos de consumo este combate es muy limitado.
El uso político de la crisis tiene implicaciones profundas. Primero, desplaza el foco de atención hacia acciones visibles, pero de escasa eficacia: despliegues militares, retenes, cateos, decomisos. La estructura de corrupción queda fuera del cuadro. Segundo, simplifica la narrativa para consumo interno: se presenta a los cárteles como un enemigo unidimensional y externo, evitando hablar de la complicidad institucional y de la responsabilidad de la demanda estadounidense. Tercero, reproduce un ciclo en el que las “victorias” son medibles en incautaciones y detenciones, pero no en la reducción real del flujo ni en la desarticulación de las redes logísticas.
Trump volvió a colocar el combate al fentanilo en el centro de su retórica. Su propuesta busca proyectar una imagen de control total, pero esquiva la corrupción en las aduanas y cuerpos de seguridad estadounidenses.
La fuente, la demanda y los vectores no son mexicanos. El uso político del fentanilo tiene una consecuencia peligrosa: desplaza la atención de soluciones estructurales. No se habla con la misma fuerza de combatir la corrupción interna, depurar aduanas, castigar mandos que facilitan el tráfico o de invertir en programas de reducción de demanda en Estados Unidos.
El combate al fentanilo es un campo de batalla discursivo tanto como operativo. Lo es el enorme tema de las adicciones. En la CDMX, la Jefa de Gobierno, Clara Brugada, busca equilibrar las presiones de consumidores de otras drogas y desde Iztapalapa ya reconocía el valor de la comprensión integral del fenómeno y ahora en acompañamiento del liderazgo de Sheinbaum ante un escenario global amenazante con el énfasis agresivo de Trump es de relevancia recordar el valor de la cooperación.