Opinión

En pos de la aplanadora, y del cambio de régimen

Silueta de mujer con una coleta
La silueta de la presidenta Claudia Sheinbaum (Cuartoscuro)

Calderón y Peña Nieto coquetearon con la idea de hacer una reforma electoral restrictiva, que favoreciera al partido entonces en el poder, pero no tenían los números para ni siquiera presentarla formalmente. López Obrador fue más lejos, y presentó su llamado “Plan A”, que incluía, además, la reconfiguración del INE y sus funciones, pero tampoco tuvo la posibilidad de que se discutiera a fondo y se aprobara por el Congreso. Sheinbaum, en cambio, va viento en popa hacia una reforma electoral que echaría atrás varias décadas de avance democrático y tiene la clara pretensión de perpetuar al grupo actualmente en el poder.

La composición monocolor de la comisión encargada de esta reforma es prueba de que el rumbo elegido es el autoritarismo unipartidista, y las declaraciones iniciales de Pablo Gómez, quien la preside, no hacen sino confirmar ese sentido.

La iniciativa todavía no está redactada, pero ya conocemos algunas de sus características principales. Una es la reducción o eliminación de la representación plurinominal en las cámaras, bajo el argumento de que se tratan de “listas de partido” que obedecen sólo a las cúpulas. Otra más es la reducción o desaparición del financiamiento público a los partidos, con el pretexto de que la democracia mexicana es muy cara. La misma premisa está detrás del propósito de eliminar los organismos electorales locales y reducir el personal de carrera del INE. Finalmente, están la pretensión de que dicha reforma se discuta en foros abiertos, pero se decida “por el pueblo”, a partir de una o varias encuestas de opinión, organizadas desde esa comisión y que el pueblo mismo decida, a través de elecciones, la composición del Consejo General del INE. El silogismo detrás de ello es que el punto de vista de la población es el que debe contar, más allá de lo que consideren los expertos.

Lo que se busca, en el fondo, es generar condiciones de ventaja a Morena frente a los demás partidos, y dificultar, así, las alternancias en cualquier nivel de gobierno. En el camino, alejarnos de ser una república representativa. Van por el regreso de la aplanadora priista que las generaciones mayores conocimos en nuestras juventudes; aquella que, cuando no ganaba, arrebataba.

No se trata de una reforma que sirva simplemente para modificar los procesos electorales, sino para transformar de fondo el régimen político: volverlo uno en que la mayoría política “haga valer su fuerza” (para decirlo en las palabras del propio Pablo Gómez).

Esto implica dos cosas fundamentales: poner coto a las negociaciones partidistas y pactos para obtener consensos, y disminuir el federalismo a su mínima expresión. México se mueve hacia un nuevo diseño del Estado, determinado por un solo grupo político.

Con el INE debilitado y con menos recursos (y, si se puede, transformado en una correa de transmisión del Estado, sólo formalmente autónomo), sin organismos electorales o tribunales locales, con la apertura al financiamiento privado y el posible uso discrecional del público a favor de un solo partido o coalición, con los contrapesos disminuidos, la idea es mover a México hacia una suerte de democracia “popular”, que de democrático tendrá solamente el nombre. Un cambio de régimen.

Es sintomático que varios de los instrumentos que se pensaron para desarrollar más a fondo las democracias ahora puedan ser usados para desvirtuarla. Es el caso de las encuestas de opinión, con las que se buscará un consenso pasivo a las decisiones tomadas de antemano. Una legitimación ex-post que se hará pasar como una legitimación democrática ex-ante.

La clave en el tema de las encuestas es la formulación de las preguntas. A mayor distorsión y menos contexto, más fácil inducir la respuesta. “¿Está usted de acuerdo en que disminuya el financiamiento público a los partidos políticos?”. “¿Está usted de acuerdo en que disminuya el número de diputados y senadores?”. “¿Está usted de acuerdo con que el pueblo elija a los consejeros y funcionarios del INE?”. Así planteadas, sin más (o peor, con agregados como “la democracia mexicana es una de las más caras del mundo”), los resultados son totalmente predecibles.

Habrá foros abiertos para discutir los cambios a la normativa electoral, sí, pero lo más probable es que les pasará lo mismo que a los que hubo para la reforma al Poder Judicial, cuando la mayoría de las opiniones fueron en contra, y se las pasaron por el arco del triunfo, para luego -a través de las encuestas- legitimar lo decidido con anterioridad.

Hay todavía dos caminos para evitar que la reforma electoral pase tal y como está en la mente de la cúpula del morenismo, aunque es casi seguro que habrá cambios en el sentido que esta cúpula pretende. Uno es la elaboración y difusión de alternativas que apunten hacia una democracia representativa pluralista, y que sepan criticar las pretensiones de cambiar el régimen de Estado. Otro es la oposición de los partidos afectados; no importa tanto la de los tradicionales, ya muy a la baja, sino la de los que han usufructuado de la coalición con Morena y los que tienen, al menos, la ventaja de la frescura y la novedad; a ver si de verdad Morena puede imponer su punto de vista sin pactar con los demás.

La pluralidad, en vez de ser disecada en pos del unanimismo disfrazado de opinión popular mayoritaria, debería avanzar hasta la proporcionalidad total. Pero eso pasará después. Por ahora, hay que hacer lo posible por evitar el regreso de la aplanadora del cambio de régimen.

fbaez@cronica.com.mx

Twitter: @franciscobaez

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