
En los últimos seis años, los tabulados nacionales de la Medición de la Pobreza 2024, presentados por el INEGI, muestran resultados positivos para el país. La proporción de personas en situación de pobreza pasó de 43.2% en 2016 a 29.6% en 2024; en términos absolutos, de 52.2 a 38.5 millones de personas, es decir, 13.7 millones menos. La pobreza extrema también cayó: de 7.24% a 5.34% (de 8.75 a 6.95 millones). Al mismo tiempo, la población “no pobre y no vulnerable” creció de 24.0% a 32.5%. El componente de ingresos refuerza la lectura: la población con ingreso inferior a la Línea de Pobreza por Ingresos (LPI) pasó de 50.8% en 2016 a 35.4% en 2024; la que está por debajo de la Línea de Pobreza Extrema por Ingresos (LPEI), de 14.9% a 9.3%. Solo de 2022 a 2024, la pobreza total se redujo 6.8 puntos y la LPI 8.2 puntos. La evidencia es consistente: cuando mejoran los ingresos laborales, la pobreza disminuye.
Este primer hallazgo invita a reordenar prioridades. La política social mexicana combinó, durante este periodo, transferencias monetarias masivas con un mercado laboral que, pese a sus rezagos, registró mejoras en salarios reales, formalización y empleo. Los tabulados muestran que el “mecanismo de transmisión” más potente en la caída de la pobreza fue el ingreso, pero no así la reducción de carencias: en 2024, 61.7% de la población aún presenta al menos una carencia social, y persisten rezagos particularmente altos en seguridad social y acceso a servicios de salud. En suma: se empobreció menos por ingreso, pero la garantía de los derechos sociales continúa frágil.
De ello se desprenden dos corolarios de política pública. Primero, una revisión integral de la política social es ineludible. Si el motor determinante de la reducción de la pobreza fueron los ingresos del trabajo, debemos preguntarnos si el peso relativo del gasto en transferencias no debería reorientarse, parcialmente, hacia la creación de empleo digno y estable: infraestructura de cuidados para liberar tiempo y aumentar participación laboral femenina; transporte público y vivienda cercana a los centros de trabajo para reducir costos de búsqueda y permanencia; formación de habilidades y certificación laboral; fortalecimiento de la inspección del trabajo; y, sobre todo, una estrategia productiva territorial que eleve la productividad de las pequeñas y medianas empresas.
Segundo, la política social debe pasar de amortiguar riesgos a habilitar capacidades. La persistencia de carencias en seguridad social y salud revela que la reducción de la pobreza por ingreso no se traduce automáticamente en garantía de derechos.
Hasta aquí, la lectura “económica”. Pero la filosofía social nos exige una pregunta más honda: ¿medimos aquello que hace que la pobreza sea pobreza? En su breve conferencia “La pobreza”, Martin Heidegger muestra que la pobreza no se agota en la carencia de bienes, sino que remite a un modo de estar en el mundo: a la forma en que habitamos, nos relacionamos, significamos y proyectamos la existencia.
La pobreza, vista así, no es solo insuficiencia de ingreso o de satisfactores, sino una constricción del horizonte de posibilidad: una reducción de mundo. Cuando medimos pobreza, por tanto, registramos “tener” (o no tener), pero dejamos en sombra dimensiones del “ser con” y del “habitar” que constituyen la dignidad: el tiempo libre de cuidados no remunerados; la agencia para decidir sobre el propio trabajo; el reconocimiento social; la seguridad frente a la violencia; la posibilidad de arraigo o de movilidad sin desarraigo.
Sin duda, se debe advertir que la cifra, por precisa que sea, puede entorpecer la mirada si la absolutizamos. El riesgo tecnocrático es confundir la realidad con su indicador: reducir la vida a una suma de carencias e ingresos. La política pública, si toma en serio esta advertencia, debe incorporar métricas que capten el modo de habitar y considerar que lo que vuelve indigno a un modo de vida no es solo el monto del ingreso, sino la imposibilidad de realizar un proyecto de vida en común.
Esta reflexión enlaza con un criterio jurídico-político que ya nos obliga: la Constitución mandata que todas las autoridades promuevan, respeten, protejan y garanticen los derechos humanos. Si ese es el estándar normativo, la medición oficial de la pobreza -por rigurosa que sea- no debería ser el piso analítico, sino el punto de partida. El verdadero escrutinio es el cumplimiento efectivo de derechos. ¿Accedemos a servicios de salud oportunos y de calidad? ¿Existe seguridad social universal que proteja riesgos de vida y trabajo? ¿La vivienda permite habitar con dignidad —sin hacinamiento, con servicios y entorno seguro—? ¿La alimentación adecuada es una realidad cotidiana, no una excepción? ¿La educación garantiza aprendizajes y no solo asistencia?
Reducir en casi 14 puntos la pobreza total desde 2016, y 6.8 puntos en el último bienio, no es menor. El país demostró que, cuando el mercado de trabajo tiene mejorías, aún relativas, las familias tienen más ingresos y la pobreza cede. La lección, sin embargo, es doble. Por un lado, debemos consolidar el motor de los ingresos laborales: productividad, formalización y empleos dignos. Por otro, debemos elevar el rasero de lo que consideramos éxito social: menos personas pobres y más derechos plenamente garantizados. Esa es la conversación urgente: cómo garantizar y evaluar el cumplimiento efectivo de los derechos humanos que la Constitución reconoce. Solo entonces los avances que hoy se celebran no serán un paréntesis estadístico, sino una posibilidad real de cambio de época.
Investigador del PUED-UNAM