
En la entrega anterior examinamos la figura de Curtis Yarvin, ideólogo de la llamada “Ilustración Oscura” y defensor de una política a la que se la llamado posdemocrática. Pero las ideas de Yarvin no habrían llegado tan lejos sin la red de aliados y mecenas que las han financiado y amplificado. Entre ellos, ningún nombre es más influyente que el de Peter Thiel, empresario, inversionista y estratega que ha convertido su fortuna tecnológica en un instrumento para rediseñar el paisaje político de la derecha estadounidense.
Quizá más que cualquier otro magnate de la era digital, Thiel es una figura que encarna las tensiones que genera en Estados Unidos el maridaje siniestro entre política, economía, ideología y tecnología propias de nuestro siglo XXI. Forjado en las atmósferas triunfalistas de Silicon Valley como cofundador de PayPal, y más tarde artífice de Palantir Technologies, ha sabido traducir su fortuna personal en una palanca de poder político de alcance global.
Su perfil encajaría en la estampa del emprendedor visionario que se adelanta a las tendencias y revoluciona industrias. Sin embargo, en el plano ideológico se ha convertido en uno de los más influyentes promotores de la ultraderecha estadounidense, utilizando el capital económico y simbólico acumulado en el mundo tecnológico para intervenir de manera decidida en la batalla por el rumbo de la política nacional. Su apuesta es clara: impulsar una derecha nacionalista, tecnocrática y culturalmente combativa, capaz de disputar a las democracias liberales el monopolio del relato sobre el futuro de Occidente.
Desde sus primeras inversiones, Thiel demostró un olfato infalible para detectar oportunidades disruptivas. La venta de PayPal le dio el capital inicial para invertir en compañías emergentes como Facebook, Airbnb o SpaceX, y para fundar Palantir, una empresa dedicada al análisis masivo de datos y a la inteligencia predictiva, cuya clientela principal han sido agencias de seguridad e inteligencia de Estados Unidos y sus aliados. Palantir no es simplemente un negocio de software: representa la convergencia entre la lógica de Silicon Valley y el Estado de seguridad nacional, un espacio donde la información se convierte en herramienta de control y el análisis algorítmico en arma geopolítica. Thiel ha sabido beneficiarse de ese otro matrimonio entre empresa privada y gobierno, lo que no deja de ser paradójico en un hombre que, en sus discursos, gusta de presentarse como crítico del intervencionismo estatal.
Esa aparente contradicción recorre toda su trayectoria intelectual y política. Formado en el ambiente conservador de la Universidad de Stanford, Thiel se definió inicialmente como libertario, defensor del libre mercado y del mínimo papel del Estado. Pero pronto su pensamiento derivó hacia una visión más elitista y desconfiada de la democracia, a la que ha llegado a considerar incompatible con la auténtica libertad económica. Para él, el igualitarismo político genera gobiernos mediocres, incapaces de sostener el impulso creativo y la energía civilizatoria que atribuye a las élites emprendedoras. Este es un punto de contacto con las corrientes intelectuales de la llamada Nueva Derecha o “Ilustración Oscura”, en particular con Curtis Yarvin, con quien mantiene una afinidad ideológica reconocida. Ambos comparten la premisa de que la democracia liberal ha entrado en un ciclo de decadencia y que es necesaria una recomposición del poder político en torno a liderazgos fuertes y estructuras jerárquicas.
A partir de 2016, Thiel pasó de la reflexión al activismo abierto. Fue uno de los escasos nombres de Silicon Valley que respaldó públicamente la candidatura de Donald Trump. Su intervención en la Convención Republicana de ese año fue tanto un gesto de desafío cultural como una declaración de intenciones políticas: su voluntad de influir en el curso del Partido Republicano. Tras la victoria de Trump, se integró al equipo de transición y promovió nombramientos y políticas alineadas con su visión de un Estado más desregulado en lo económico, pero más vigilante y restrictivo en materia de seguridad y fronteras. Su respaldo no se limitó al presidente: desde entonces ha canalizado millones de dólares para apoyar a candidatos que encarnan una agenda nacionalista y combativa, entre ellos J.D. Vance en Ohio y Blake Masters en Arizona, ambos formados en su órbita empresarial y política.
El patrón de sus donaciones revela una estrategia meticulosa. Thiel prefiere apostar por figuras jóvenes, ideológicamente moldeables y con capacidad para convertirse en referentes a largo plazo. Su objetivo no es solo ganar elecciones, sino configurar un ecosistema de liderazgo que traduzca el instinto populista del la era Trump en una plataforma ideológica coherente y duradera. En este sentido, su acción política no responde a una lealtad personal incondicional al presidente, sino a la convicción de que la ola nacionalista y reaccionaria que éste encarna puede y debe sobrevivir más allá de su figura.
Alrededor de Thiel se ha formado lo que algunos llaman el “Thielverso”: una red de pensadores, tecnólogos, políticos y activistas que comparten el diagnóstico sobre la decadencia de la democracia liberal y proponen, con matices diversos, su sustitución por fórmulas más jerárquicas y centralizadas.
Como en el caso de la National Conservatism Conference, Thiel ha financiado espacios donde estas ideas se discuten, se depuran y se preparan para su inserción en el debate público. No es exagerado decir que ha actuado como mecenas de un revival intelectual de la derecha extremista.
Su visión del futuro de Occidente se articula alrededor de una doble preocupación: el estancamiento interno y la amenaza externa. Para Thiel, las democracias occidentales han perdido el impulso innovador que las distinguió en el pasado, atrapadas en una cultura política que premia la mediocridad y se obsesiona con la corrección ideológica. Para él y sus aliados, toda inversión pública con orientación social es dinero arrojado al barril sin fondo del subdesarrollo.
China es un caso especial, al mismo tiempo la gran amenaza y un ejemplo notable de capacidad tecnológica con determinación estratégica, en contraste con la autocomplacencia y la fragmentación de las sociedades liberales. Thiel envidia, crítica. y de algún modo pretende emular, sin decirlo, la fuente autoritaria del modelo chino.
Thiel ha financiado iniciativas que buscan crear entornos autónomos al margen de los Estados, como las ciudades flotantes en aguas internacionales, y programas que incentivan a jóvenes talentos a abandonar la universidad para fundar empresas. La constante es su fe en que individuos excepcionales, si se les aparta de las limitaciones impuestas por la mayoría, pueden producir avances decisivos para la civilización. Pero esa fe en el genio individual viene acompañada de un desdén explícito por las instituciones democráticas que, a su juicio, diluyen el mérito en nombre de la igualdad.
El poder de Thiel no reside únicamente en su fortuna, sino en su capacidad para combinar tres frentes de acción: el económico, que le permite influir en sectores estratégicos como la defensa, la vigilancia y la inteligencia; el político, donde su financiamiento selectivo moldea el perfil del liderazgo conservador; y el cultural-intelectual, donde patrocina las ideas y narrativas que justifican y orientan ese cambio de rumbo. En este sentido, no actúa como un oligarca tradicional que busca proteger sus intereses corporativos inmediatos, sino como un ideólogo práctico que emplea su riqueza para rediseñar, a su medida, el marco político de su país y, ya entrados en gastos del resto del planeta.
Su figura es, en última instancia, un recordatorio de que las batallas por el futuro político no se libran únicamente en las urnas, sino también en los consejos de administración, en los laboratorios de ideas y en las redes de influencia de la era digital que conectan el capital, con la exposición mediática y con la ideología.