
El régimen político que se está configurando en México se caracteriza por la contemporánea presencia de un Estado normativo y de un Estado discrecional. Es un doble Estado que se basa en la coexistencia de una red de poder político que combina en el ejercicio del poder, y de acuerdo con las circunstancias, un “Estado de normas” que actúa con rigor burocrático con base en leyes generales, abstractas e impersonales y un “Estado de medidas” que actúa a través de los liderazgos y estructuras del partido dominante, que son omnipresentes y operantes mediante decisiones circunstanciales no sujetas a la racionalidad de las normas jurídicas. Es la convivencia cotidiana entre el viejo Estado normativo y el nuevo Estado discrecional que proyecta una yuxtaposición inestable, pues por encima de ambas esferas, la decisión queda al arbitrio de los actores políticos, y en última instancia, de la Presidencia de la República como cabeza única del Estado y del partido hegemónico.
En el Estado discrecional, la relación entre política y derecho se encuentra totalmente invertida respecto al Estado normativo. De esta manera, en el Estado de derecho el poder se somete a las leyes, mientras que en el Estado discrecional el poder es el creador a su absoluto arbitrio de las leyes. En otras palabras, en un Estado de derecho el poder legítimo es solamente aquel ejercido de conformidad con una autorización (en el sentido literal de atribución de autoridad) otorgada por una norma jurídica; por el contrario, en el Estado discrecional solo es derecho aquel que es producido —en cualquier forma y modalidad— por quienes detentan el poder político. Aquí la ley es instrumento flexible. El doble Estado sirve para ocultar el carácter contradictorio del nuevo régimen político mexicano, que busca incrementar la eficiencia del Estado por la vía de la arbitrariedad, a la par que intenta conciliar y velar por el ejercicio del poder en consonancia con el orden capitalista, dentro del marco de estructuras institucionales manejables arbitrariamente.
El pluralismo que postula el nuevo orden político no rompe con su concepción sobre la democracia popular, considerada como el lugar de los libres —aunque regulados y controlados— conflictos entre grupos que, multiplicándose, se convierten cada vez más en menos antagónicos. Sin embargo, su concepción se contrapone tanto a la democracia liberal clásica en la cual los sujetos del conflicto son los individuos abstractos en lo particular, como a la democracia de inspiración roussoniana que excluye a las sociedades parciales en nombre de una presunta e irreal, y no menos abstracta, homogeneidad social, terminando por transformarse en su contrario, que es una democracia autoritaria. Por lo tanto, si la democracia es el gobierno del poder visible, de aquel poder que toma decisiones en público, entonces el poder invisible, que actúa en el anonimato y conspira en la oscuridad, es en esencia no democrático, dado que representa al poder discrecional.
En México este doble poder no solo está cotidianamente presente, sino que su actuar sigiloso en todas direcciones, es siempre continuo y en la penumbra, tal y como lo evidencian dos fenómenos de nuestro tiempo: los intereses de la delincuencia organizada y de los grandes monopolios económicos. Lo primero, ha dado fuerza a la hipótesis de un “Estado fallido” que se caracteriza por la pérdida del control físico de amplias zonas del territorio nacional y por la fractura en el monopolio legítimo de la fuerza, que es una característica central del Estado moderno. Lo segundo es representativo de que, a pesar de la indebida extensión del Estado discrecional, el actual régimen no puede suprimir del todo el gobierno a través de las leyes, por la sencilla razón de que el sistema económico capitalista necesita, para sobrevivir y desarrollarse, de un ordenamiento legal.