
Concentrémonos en lo mero importante y ubiquémonos en el México de entre siglos y hasta 2018, digamos unos 35 años. Su mercado laboral se dedicaba a producir pobres, incluso pobres extremos, todos los días. Ustedes acudían a trabajar —aun en la formalidad— y su sueldo no alcanzaba para comprar dos canastas alimentarias.
¿Recuerdan el monto del salario mínimo oficial en el año 2016, por ejemplo? Pues era de 73.04 pesos diarios, equivalente a 2,191 pesos al mes. Y las autoridades de entonces lo celebraban así: ¡aumento de 4.2%!, se lee en el comunicado de entonces ¡2% por encima de la inflación! Acto seguido, los economistas ortodoxos, dentro y fuera del gobierno, reconocían “la responsabilidad” de la medida, lanzaban sus bendiciones a los estoicos trabajadores y cantaban aleluyas a la “productividad” por venir.
El día de hoy (2025) el salario mínimo se ubica en 278 pesos diarios, o sea, 8,340 al mes. Esta forma de ver el cambio se cae de simple, pero es elocuente. El salario mínimo nacional creció casi cuatro veces, frente a una inflación acumulada (2016-2025) del 50 por ciento.
Dado este hecho del tamaño de una catedral, nadie debería sorprenderse o extrañarse de que la pobreza en México haya descendido de manera tan notable, precisamente en los años de ascenso del salario mínimo. Gracias a su trabajo, muchos millones tuvieron más dinero en su bolsillo, aunque haya que solventar más gastos en salud, por ejemplo (dada la quiebra del servicio público) de todos modos la mejora económica es sensible y ostensible.
Por supuesto que la pobreza debe medirse de modo “multidimensional” pero sigue siendo cierto que el ingreso personal pesa más, constituye el principal indicador del nivel de vida, la capacidad de consumo y la medida de satisfacción de las necesidades básicas de personas y familias. Por eso se mide aparte.
Dicho esto, algo más pasó y sigue pasando en México justo en estos años. Y es que el hogar típico, compuesto por 3.4 personas, es sostenido hoy no solo por uno, sino por dos sueldos o remuneraciones, de modo que la mejora en el ingreso del hogar es más amplia. Así, como una pinza, al lado de la corrección en la política salarial, estamos viendo los efectos automáticos del bono demográfico y es un hecho muy poco subrayado en nuestra discusión. Estas dos fuerzas, la económica-salarial y la demográfica, por fin, están actuando juntas y esto es lo que explica que 13.4 millones de personas hayan salido de la pobreza en seis años, para llegar a una tasa de 29.6 por ciento de la población —todavía muy alta, todavía la tercera parte del total— pero es la menor desde que se llevan registros.
Con la misma perspectiva histórica véase que la política de ascenso en los mínimos ha resultado mucho más poderosa y eficaz para reducir la pobreza que cualquier programa social o transferencia de recursos líquidos. Más que Solidaridad de Salinas, más que Prospera de Zedillo, Oportunidades de Fox, Vivir Mejor o la Cruzada contra el Hambre de Peña Nieto. Incluso es mucho más potente y abarcadora que los programas sociales de AMLO con todo y la duplicación de los presupuestos para Adultos Mayores y las Becas. ¿Por qué?
La pregunta nos remite al principio: porque mientras todos esos programas han distribuido recursos, otorgaban materiales u ofrecían subsidios, a su lado, el mercado laboral, con sus bajísimos salarios, producía la misma pobreza que se quería combatir. La acción estatal era nulificada por sueldos artificialmente aplastados, y esto ocurrió sistemáticamente al menos desde los años ochenta del siglo pasado.
Por todo eso, porque estamos en una coyuntura demográfica irrepetible, soy parte de quienes repiten machaconamente: la mejor política social, es la salarial.
Ahora bien, como han advertido economistas como Ciro Murayama, la pinza ya no podrá sostener este proceso por mucho tiempo más, porque el bono demográfico se agotará al comenzar la siguiente década. México volverá a ser una nación de hogares de tres, sostenidos por un solo ingreso. En otras palabras, si este país va a acabar con la pobreza a través del trabajo productivo de su propia gente, tiene que hacerlo en el siguiente lustro y poco más.
Por eso (entre otras cosas) es que son tan erradas las visiones que vuelven a encender las alertas acerca de los “límites” o de los “umbrales” que supuestamente imponen “las leyes” de la economía: esta sociedad necesitaba y sigue necesitando, una fuerte política redistributiva, a través de aumentos salariales (prudentes, cada vez mejor calculados, bien explicados) y por supuesto de la reforma fiscal que proporcione los recursos para la recuperación de la inversión de infraestructura y de servicios públicos.
Como lo subrayó Enrique Provencio: 63 millones siguen sin tener seguridad social, 44 millones sin servicio de salud, 24 millones han truncado su trayectoria escolar y 18 millones carecen de servicios básicos en sus viviendas. De modo que 13.4 millones escaparon de la pobreza, pero en este océano de carencias, es difícil que la mayoría se hayan consolidado ya dentro de la clase media.
Pero de eso se trata: crear clases medias productivas, capaces de salir adelante a través de su propio trabajo, porque este es cada vez mejor remunerado y tienen la seguridad de buenos servicios públicos. Una sociedad definida como de “ingresos altos” por su esfuerzo productivo y porque las ganancias y la concentración del ingreso han accedido a proveer una mayor cuota hacia el reparto, para vivir cohesionados y en libertad.
Es un nuevo acuerdo social que no está en el horizonte de nuestro populismo, porque implica la repudiada reforma fiscal. Pero si no lo hacemos, habremos incurrido en uno de los desperdicios más colosales y más imperdonables de nuestro tiempo. Se trata de algo más que un lustro. El tiempo corre y no perdonará…