
No quiero oro, ni quiero plata… porque muy pocos saben el oro que tanto deslumbra no pertenece, en realidad, a la Tierra. Su origen se encuentra en los hornos titánicos de estrellas extinguidas, donde el hidrógeno se convirtió en helio y, en los estallidos finales de las supernovas, en elementos más pesados. Este metal que guardamos en cofres, templos y bancos es, en verdad, un viajero cósmico, un fragmento de sol caído en nuestras manos. El propio astro que nos da vida —nuestro Sol— sigue en su labor de transformar hidrógeno en helio. Llegará el día en que agotará su combustible y se expandirá en gigante roja, dejando tras de sí la ceniza de una enana blanca.
En la Antigüedad, el oro fue visto no solo como riqueza, sino como símbolo de perfección. En Egipto, los faraones lo asociaban con la carne de los dioses y lo guardaban en templos y sarcófagos como ofrenda para la eternidad. En Grecia y Roma, brilló en coronas y estatuas, pero también en monedas que sustentaron imperios. Su resistencia a la corrosión lo convirtió en metáfora de lo eterno: nada lo mancilla, nada lo deteriora, el tiempo no lo oxida...y además conduce la energía con una perfección envidiable. Por ello, los antiguos alquimistas lo veneraron como sustancia perfecta. Soñaban con transmutar metales vulgares en oro, convencidos de que ese secreto contenía la llave de la inmortalidad. En China, se bebían el polvo de oro como elixir de larga vida; en Europa, lo buscaban a través de la trasmutación de la piedra filosofal. Siempre, detrás de ese brillo, se escondía el anhelo de vencer la fragilidad humana y alcanzar la vida eterna.
El descubrimiento de América en el siglo XVI llevó la fascinación a un nivel febril. Hernán Cortés, en sus cartas a Carlos V, describía a los pueblos indígenas como pueblos que “adoraban el oro como si fuera un dios”. Sin embargo, soslayó el hecho de que él mismo, aprovechando que lo confundieron con un ser divino, les pedía oro para sanar sus “males”. Así nació el mito de “El Dorado”, la ciudad soñada de calles recubiertas de oro, que arrastró expediciones enteras a selvas y montañas, dejando tras de sí una estela de ambición y muerte. Más tarde, en los siglos XIX y XX, el oro desató las grandes fiebres: California, Klondike, Australia. Hombres y mujeres abandonaban sus hogares para lanzarse a los ríos y montañas, persiguiendo la promesa de riqueza inmediata.
Mientras tanto, los Estados modernos entendieron que el oro podía ser más que un símbolo: podía ser fundamento económico. El patrón oro, que rigió la economía internacional hasta bien entrado el siglo XX, convirtió al metal en medida universal de valor. Los bancos centrales lo guardaban en bóvedas como garantía de estabilidad, y naciones enteras lo usaron como respaldo de su moneda.
Hoy, el oro sigue siendo protagonista silencioso de la política y la economía mundial. China, con prudencia y cálculo, ha emprendido en los últimos años una estrategia clara: comprar y acaparar la mayor cantidad de oro posible. Sus depósitos oficiales superan ya las dos mil toneladas, aunque analistas calculan que podrían ser mucho más y que su objetivo es blindar su economía, reducir su dependencia del dólar y fortalecer su moneda frente a las fluctuaciones internacionales.
Al margen de leyendas y sueños, la realidad es que el oro en la actualidad es extraordinariamente escaso. Todo el oro extraído por la humanidad a lo largo de la historia alcanzaría a cubrir apenas un metro de altura en toda la extensión de un estadio de fútbol.
Y, sin embargo, en México, la cultura popular nos ofrece una enseñanza distinta. La vieja canción que dice “no quiero oro, ni quiero plata” al romper la tradicional piñata, nos recuerda que lo verdaderamente importante es el gesto de romper los siete picos, símbolos de los pecados capitales, para liberarnos de cargas espirituales y vivir con alegría…” porque sin perder el tino, mantenemos el camino…”