Opinión

La violencia y los costos del delito en México

Homicidio en México La política priista Gladys Merlín Castro y su hija Carla Enríquez Merlín fueron asesinadas en su domicilio, en el municipio de Cosoleacaque. (Ángel Hernández)

La evidencia reunida para el periodo 2015-2024 obliga a replantear la forma en la que entendemos la violencia en México. Los datos muestran tres planos que se entrelazan y que, al mirarse en conjunto, delinean un régimen de violencia que se ha vuelto estructural: la persistencia de millones de víctimas cada año, la magnitud del costo económico que recae en las personas y no en el Estado, y la convivencia entre la macrocriminalidad y los grandes circuitos de inversión y comercio exterior. La violencia en México no sólo mata, también funciona como un “impuesto clandestino” que empobrece a hogares y pequeñas empresas, mientras que los flujos de capital de gran escala parecen inmunes a su impacto.

En primer lugar, la trayectoria de los delitos con presencia de víctima confirma un volumen sostenido, con un número elevado de casos en los que además se incluye agresión física. La violencia aparece como una relación social establecida en la vida cotidiana. La gran mayoría de los incidentes reportan daños materiales o pérdidas económicas, lo que significa que la delincuencia opera simultáneamente como agresión física y como “drenaje patrimonial”. Se trata de una maquinaria de extracción que año con año desplaza costos hacia las víctimas: gastos en seguridad privada, reparaciones, pérdida de bienes, disminución de ingresos, inversión de tiempo y energía en trámites legales.

El segundo plano es el costo diferenciado por entidad. Los datos muestran que Michoacán es el estado con el mayor costo promedio por víctima. Este dato debe leerse como reflejo de un ecosistema de violencia donde el costo de vivir y trabajar se incrementa por las múltiples formas de sobrerregulación informal: peajes ilegales, extorsiones, robos y daños que deben ser absorbidos por los propios afectados. Más grave aún es que en varios estados los costos anuales que enfrentan las víctimas de delitos pueden superar el ingreso promedio de un hogar ubicado en el decil más bajo de la distribución del ingreso nacional. Dicho de otro modo: para las familias más pobres, ser víctima de un delito puede equivaler a perder todo el ingreso de un año. En términos éticos esta situación es inaceptable, porque significa que la carga de la violencia se distribuye de manera inversamente proporcional a la capacidad de resistirla: los más pobres pagan más, en proporción a lo que tienen.

El tercer plano derrumba un mito extendido: la idea de que la presencia del crimen y la macrocriminalidad “ahuyentan” la inversión extranjera directa. El análisis de los datos muestra lo contrario: existe una correlación superior a 0.90 entre los flujos de inversión extranjera directa y exportaciones estatales con el número de homicidios dolosos registrados en las entidades. Esto significa que los estados más violentos también son, al mismo tiempo, los que concentran la mayor llegada de capital y la mayor salida de exportaciones. La macrocriminalidad, en lugar de expulsar al gran capital, convive con él en un mismo espacio económico.

La explicación radica en que los grandes capitales cuentan con formas de protección institucional, política y financiera que les permiten amortiguar los impactos de la violencia. Parques industriales cerrados, seguros internacionales, cadenas de suministro altamente vigiladas y acuerdos políticos garantizan que la inversión pueda mantenerse. En cambio, las PYMES enfrentan la violencia en condiciones de desprotección: no tienen capacidad de transferir riesgos, carecen de acceso a seguros asequibles, no cuentan con respaldo político, y padecen de forma directa la extorsión, el robo y la inseguridad en su vida cotidiana.

Esto revela una ciudadanía estratificada: existe un grupo reducido de actores económicos con acceso a protección efectiva, mientras que para la gran mayoría -hogares, pequeños negocios, trabajadores independientes- la seguridad se convierte en un bien inaccesible que deben procurarse por su cuenta, a costa de sus ingresos y de su calidad de vida. La violencia deja de ser un problema de seguridad pública y se convierte en una forma estructural de desigualdad.

Las consecuencias sociales de este fenómeno son profundas. Por ejemplo: la economía local se debilita y las PYMES, que son el motor del empleo y la cohesión territorial, se ven asfixiadas por la violencia y la extorsión. Esto implica que se erosiona la confianza, se reducen las redes locales de intercambio y aprendizaje, y se limita el desarrollo.

Todo lo anterior obliga a replantear la política pública. Es necesario evaluar la seguridad en función del impacto en la vida cotidiana de las personas y en la viabilidad de las PYMES. Una agenda mínima debería contemplar seguros subsidiados para pequeños negocios, mecanismos expeditos de reparación de daños, programas especializados de apoyo a víctimas empresariales, y acciones contundentes contra la extorsión, que hoy se ha convertido en uno de los delitos más lesivos para la economía local.

Lo más grave no es sólo el número de homicidios, sino la normalización de un orden social en el que las personas deben pagar con su propio ingreso el costo de sobrevivir a la delincuencia. La conclusión es contundente: la macrocriminalidad en México no expulsa al gran capital, pero sí daña estructuralmente a las PYMES, y en esa medida profundiza las desigualdades estructurales.

Si la seguridad ha de ser un derecho y no un privilegio corporativo, es indispensable medir la eficacia del Estado por su capacidad de restituir a las víctimas sus ingresos, su tiempo y su dignidad. Sólo entonces podrá afirmarse que la seguridad pública cumple con la promesa constitucional de ser un derecho de todas y todos.

Investigador del PUED-UNAM

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