Opinión

Steve Bannon: el AntiTocqueville

El escritor peruano Mario Vargas Llosa.
Steve Bannon (EFE) Steve Bannon (EFE) (La Crónica de Hoy)

Con esta entrega cierro, por ahora, la pequeña trilogía sobre los nuevos personajes de la ultra derecha empoderada en Estados Unidos. En las dos entregas anteriores revisé el caso de Peter Thiel, el neocapitalista que financia la posdemocracia global y promueve en altamar el fin de la era de los Estados nación, tal y como los conocimos desde el siglo XIX; y el de Curtis Yarvin, el programador de una nueva gramática autoritaria para los tiempos de la posverdad. Me ocupo ahora del más veterano de este grupo en pleno ascenso: Steve Bannon.

Bannon (Norfolk, Virginia, 1953) ha sido uno de los principales operadores mediático-ideológicos de esa nueva ola anti sistémica que convirtió el agravio en método. Un porro de cuello negro. El gran reventador de la longeva asamblea democrática estadounidense, esa misma que alguna vez obnubiló a Tocqueville.

Creció hasta encumbrarse como un estratega a media sombra que dicta línea desde su propia tribuna y que, a falta de partido formal, comanda un meta partido -MAGA (Make America Great Again)-, otro profeta de la anti política capaz de fijar la agenda y el léxico del debate público estadounidense. Junto con Trump, el “líder moral” de este estropicio.

Ahora vuelve a ocupar un lugar central en la coreografía de la derecha populista contemporánea. Su trayectoria es conocida: banquero en Goldman Sachs, productor ocasional de cine, cruzó a los medios de comunicación para dirigir el sitio web Breitbart y, desde ahí, dar forma a un vocabulario político donde los viejos “burócratas de Washington” son los enemigos públicos a derrotar y los migrantes la amenaza a exterminar.

Fue el cerebro táctico de la campaña de 2016 y, sólo por unos meses, el estratega jefe en la Casa Blanca. El mayor legado de Steve Bannon no lo encontraremos en su fugaz paso por el gobierno, sino es la arquitectura de un discurso -y de todo un ecosistema mediático- que hoy se encuentra en la cima del poder, y del que él es uno de sus principales diseñadores.

Su ideario cabe en dos fórmulas que repite hasta el cansancio desde hace por lo menos tres lustros: ultra nacionalismo económico y deconstrucción del viejo aparato estatal contaminado de “liberales”.

La primera promete rescatar a la nación de las distorsiones del capitalismo heredado del siglo XX, la segunda propone desmantelar regulaciones, tratados y burocracias que, a su juicio, expropian la soberanía popular.

Ambas forman el hilo conductor de un proyecto que busca reordenar la economía (aranceles, reindustrialización, energía fósil como palanca) y reescribir la política (gobierno fuerte e instituciones subordinadas a un nuevo centralismo autoritario). En sentido estricto ya no es un “proyecto”, sino un plan puesto en marcha.

Detrás late una visión histórica de largo aliento: la teodicea generacional de The Fourth Turning (1997), el libro de William Strauss y Neil Howe que Bannon convirtió en brújula intelectual y en guion de su documental Generation Zero (2010). Según esa teoría, cada 80 años el sistema entra en una crisis terminal que “purga” al viejo orden y abre paso a otro.

Bannon no se limita a diagnosticar esa cuarta vuelta de tuerca, aspira a precipitarla. Esa narrativa apocalíptica -en deuda con una nueva teología política que ha dejado muy atrás los postulados de las ciencias sociales en Occidente- le ha servido para dotar de un acento épico y bélico a su cruzada contra el “decadente establishment” que a su entender condujo a Estado Unidos al borde del colapso, para entonces ofrecer a la derecha radical su propia teleología triunfalista.

(El paralelismo entre esta “cuarta vuelta”, regeneradora de los cimientos de la nación americana, y nuestra “cuarta transformación”, son acaso dos versiones en las antípodas de las ideologías, pero con un acento teleológico similar).

Bannon construyó con pericia de ingeniero los aparatos que le permitieron darle salida a su visión mesiánica: primero, como ejecutivo de Breitbart; después, como promotor y miembro del consejo de Cambridge Analytica, la empresa de consultoría política y análisis masivos de datos donde se incubaron los mensajes y se manipuló la información que favoreció en los últimos años el ascenso de la ultra derecha; y; finalmente, como conductor de War Room en la cumbre del adoctrinamiento ideológico por vía digital.

War Room fue expulsado de YouTube y otras plataformas, pero Bannon encontró en Apple Podcasts, Spotify y una constelación de distribuidores alternativos un canal eficaz para sostener y ampliar su audiencia, hasta convertirlo en una máquina de cooptación y en una escuela de adoctrinamiento febril para los nuevos cuadros republicanos nacidos en el umbral del nuevo milenio, con los cuales tomar por asalto al viejo partido de Abraham Lincoln.

Su ambición no es exclusivamente local. Desde 2018 buscó conformar una suerte de internacional nacionalista buscando alianzas con la derecha radical de Italia, Francia, Alemania y España. Una nueva derecha transatlántica a la que le une la x de la xenofobia y el escepticismo radical contra el cambio climático, la diversidad de género y todos aquellos valores alrededor de los derechos humanos y el desarrollo sostenible que se cimentaron al final de la Segunda Guerra Mundial con la creación de las Naciones Unidas.

Visto desde México, su figura tiene otra arista incómoda: el caso We Build the Wall, una recaudación de fondos para construir tramos del muro fronterizo que terminó acusada y condenada por fraude. Tras ser indultado en el fuero federal, Bannon enfrentó cargos estatales en Nueva York. En febrero de 2025 se declaró culpable de un cargo de estafa y obtuvo una libertad condicional de tres años, con prohibiciones para dirigir organizaciones benéficas.

Sus líos judiciales no terminaron ahí. En 2024, Bannon cumplió cuatro meses de prisión por desacato al Congreso, al negarse a colaborar con la investigación sobre el famoso asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. Salió libre y, horas después, volvió al micrófono con la teatralidad de quien entiende que la épica carcelaria consolida liderazgo entre los suyos. Ese reingreso fue también un mensaje: el martirio como combustible político.

En la actualidad opera como un ministro sin cartera en el segundo gobierno de Trump. No ocupa cargos formales, pero su programa se ha convertido en un referente para el no menos fantasmal que contundente ecosistema fanático del movimiento MAGA. Perfila agendas, presiona a líderes republicanos renuentes, bendice insurgencias de los outsiders y, sobre todo, marca prioridades: la inmigración como eje de la batalla cultural; la guerra contra el complejo regulatorio y la burocracia woke; y una retórica económica que separa el “capitalismo productivo” del “capitalismo especulativo” para justificar el proteccionismo beligerante y la repatriación industrial. A la sombra del poder, es ahora un líder más táctico que doctrinario, pero con la misma fe en la necesidad de una crisis purificadora como umbral de un nuevo orden estadounidense y global.

Fuera del gobierno, Bannon es más libre para ensayar coaliciones, dictar catecismos y azuzar a la militancia republicana, una nueva, simbólica, menos estridente pero más efectiva toma del Capitolio.

Su técnica y su retórica ya nos son familiares: saturar de contenido alarmista o triunfalista a los espacios digitales donde circula la información en nuestros tiempos, y envolverlos en el maniqueísmo moral del “nosotros” (los salvadores), contra “ellos” (las amenazas).

Buena parte de su éxito radica en las palabras. Ha colonizado el vocabulario de la política con la misma verborrea estridente de los fascismos europeos en la primera mitad del siglo XX. En la era de los micrófonos -los físicos y los digitales- el que controla las palabras puede aspirar al monopolio de la verdad.

A punto de cumplir 70 años, es todavía el amo y señor de una narrativa que anuncia catástrofes colosales y redenciones purificadoras como parte del mismo coctel demagogo. Un merolico, pero uno sumamente tóxico y peligroso.

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