Opinión

Colaboración especial

La corrupción

“Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”

-Eduardo Galeano

Corrupción

La corrupción no es un mal de ahora. Sobre ella han escrito pensadores de épocas pasadas demostrando un gran conocimiento de causa. Maquiavelo señalaba “la facilidad con la que los hombres se corrompen y se vuelven perversos, aunque originalmente fueran buenos y bien educados”. Claro que para corromperse hace falta, aparte de una debilidad de carácter que abra la brecha a la desviación de la honestidad, otro individuo o persona jurídica capaces de descubrir ese desfallecimiento de la voluntad, trabajarlo como el que moldea arcilla y dirigirlo después hacia fines de poder o económicos que le interesen.

Corruptos y corruptores entran así en un doble matrimonio de conveniencia sabiendo que un divorcio sería extremadamente doloroso para el bolsillo de unos y muy arriesgado en cuanto a afrontar responsabilidades de ambas partes.

Por razones profesionales, he conocido diversas tramas de este estilo. De hecho, la denominada Gürtel, que investigué en sus inicios, entre 2008 y 2009 como magistrado juez instructor de la Audiencia Nacional de España, y que truncó mi carrera profesional por una sentencia del Tribunal Supremo (2012) que años después (2021) el Comité de Derechos Humanos de la ONU dictaminó que fue arbitraria, parcial, sin previsibilidad penal y sin doble instancia, pendiente de ejecutar por el Estado español. Estos son los riesgos de investigar la corrupción que penetraba, desde sus raíces, al principal partido conservador en mi país, el Partido Popular, similar a otros casos en diferentes países de Latino América y otras latitudes. Eso sí, prácticamente, todos los implicados acabaron condenados al igual que el partido que les alimentó, en este caso, a título lucrativo.

“Colgarnos a los ladrones de poca monta, pero a los grandes ladrones los elegimos para cargos públicos”, aseveró Esopo, hace miles de años, en la Grecia clásica, sintetizando así de manera magistral el concepto de esta corrupción que, hoy día, nos acosa y que ronda, corno las moscas cojoneras, en la administración pública de cualquier país para lucrarse a costa de todos.

LARGA LISTA

Miro hacia atrás y veo una larga lista de individuos que han saqueado las arcas públicas en todos los países. Una suma y sigue que no para. ¿Tan difícil es prevenirla y afrontarla?

Hace unos años (2015) escribí un libro titulado El Fango, en el que tocaba una variada gama de delitos que habíamos conocido en España, establecía las comparaciones pertinentes y concluía con una serie de medidas que consideraba era preciso abordar para combatir esta lacra. Desde luego, desde entonces hasta ahora, hay material suficiente para hacer una ampliación, incorporando nuevas técnicas y hechos que afectan a las instituciones y al sector privado relacionado con ellas.

Por supuesto, no basta con el anuncio de medidas cosméticas; toda acción presuntamente delictiva, debe llevar aparejada la inmediata asunción de la responsabilidad política sin esperar a una resolución definitiva de la primera.

Siempre se ha dicho que el mal radica en la politización de la Administración porque la corrupción política es la negación absoluta del servicio público. Sin embargo, esto no es enteramente cierto, porque, aunque el fenómeno sea verdadero, se constata, cada vez con más frecuencia, que son los miembros de la Administración pública, quienes, corrompiendo su propia labor técnica y profesional, se prestan a manejos y protagonizan acciones con incidencia política impulsando con ello las decisiones políticas subsecuentes.

Quienes tienen la potestad y el deber de legislar y gobernar necesitan de otros apoyos que den la cobertura a sus iniciativas y garanticen el éxito posterior que, en algunos casos, deriva en un enriquecimiento personal, corporativo, o de índole no económica, pero que, en otros muchos, genera espacios de poder político en la propia administración, ya sea de justicia o de otro sector del Estado cuya incidencia en el tiempo se vuelve dañina y permanente.

La política, en sí misma, no es mala ni perversa, sino un mecanismo imprescindible para el funcionamiento de la democracia. Por ello, además de la ética en la gestión pública como marca indeleble de quien sirve a los ciudadanos desde la política o como funcionario, es necesario exigir la máxima transparencia en el aparato burocrático del Estado, estableciendo mecanismos de control y técnicas de evaluación y de gestión exigentes en la Administración, pero sin olvidar el seguimiento de quienes tienen la obligación de desarrollar esas medidas. Y cuidando de evitar la generación de espacios de poder que, al socaire de defender intereses profesionales, realmente se convierten en actores políticos y lobbísticos sin control.

LOBBIES

Es muy improbable la erradicación de los lobbies (el presidente Obama lo intentó y el Tribunal Supremo Norteamericano tumbó su iniciativa) pero, de una vez por todas, es necesario enfrentar el poder de los mismos, y, consecuentemente, su regulación. Así mismo, está arraigada la creencia de que «el dinero compra influencia en la política», algo que no ocurre en los países anglosajones, donde lobby y corrupción no están necesariamente ligados. Los lobbies, actúan en todos los ámbitos en los que se cruzan intereses económicos o financieros, convirtiéndose en demasiadas ocasiones en campos de tráfico de influencias. Actúan sobre el poder legislativo y sobre el ejecutivo, sobre todo en aquellos países en los que la mayoría de las leyes son presentadas a iniciativa del Gobierno.

Pareciera que, precisamente, la influencia de estos lobbies ha sido la causa de la inexistencia de una regulación eficaz y transparente de este fenómeno que acompaña al sistema político de cualquier país democrático. La cuestión es la ausencia de una regulación específica que nos permita identificar cuáles son los intereses en juego que persiguen, cómo se financían y a costa de qué se produce la intervención.

PARAÍSOS FISCALES

La opacidad beneficia la corrupción por lo que es básica la prohibición de los paraísos fiscales. Carece de sentido que un alto porcentaje del capital mundial se encuentre en países con una política de fiscalidad reducida o inexistente y una opacidad absoluta ante investigaciones penales, desatendiendo cualquier petición de cooperación.

La cuestión es más sangrante cuando ese capital procede en gran medida de los beneficios ilegales que propicia, bien el tráfico de armas de las corporaciones que las fabrican y facilitan, a través de pabellones de conveniencia y con la ayuda de países amigos, a las zonas de guerra o de conflicto armado. Esto ocurre hoy con Israel en Gaza, donde el genocidio se está produciendo en tiempo real y a la vista de todo el mundo, de la mano de autoridades políticas y militares con responsables del máximo nivel en ambos campos. O bien el tráfico de drogas; al crimen organizado en general y, asociada a todos ellos, la corrupción. Es precisa su abolición y la prohibición de que las corporaciones financieras, trabajen con estos paraísos fiscales.

La falta de controles y la opacidad es otro de los ingredientes de la corrupción. La transparencia debe ser la regla en todos los ámbitos, especialmente en la Administración de Justicia.

Justicia sin interferencias

Precisamos una justicia responsable, profesionalmente capaz, garantista, respetuosa con los estándares más exigentes de derechos humanos, sin interferencias ni instrumentación por actores externos o internos que respondan a intereses espurios, sin dilaciones y eficaz en la resolución de los conflictos sometidos a su consideración. Para conseguir estos fines y su correcto funcionamiento, es necesaria su total independencia. Porque la independencia del juez, como tercero imparcial entre partes enfrentadas, es la obligación principal del mismo, y solo si se constata, podremos afirmar que su juicio ha sido imparcial, apegado a la legalidad y, por ende, justo.

En este sentido, es urgente abordar la prohibición de mecanismos lobbísticos de facto, a través de los cuales, entidades y corporaciones económicas privadas, bancos, despachos de abogados..., pero también funcionarios públicos de alto nivel a quienes se les permite compatibilizar el desempeño público y privado para evitar que medren o pretendan hacerlo en la administración de justicia.

Así mismo, en un mundo globalizado, en el que las relaciones económicas constituyen el núcleo de las relaciones entre países y corporaciones públicas y privadas, la transparencia y la rendición de cuentas resultan indispensables y ello comporta una agilización y el reforzamiento de las estructuras internacionales de prevención de la corrupción y el blanqueo de capitales. Como también es fundamental, el combate eficaz de la criminalidad organizada, que utiliza como una de sus principales armas, la corrupción como fin en sí mismo o como instrumento para ganar espacios de poder e impunidad. Frente a ello son vitales, la coordinación internacional contra la corrupción y la definición de espacios judiciales y policiales más amplios.

Estado de Derecho

Un verdadero estado de derecho se conforma, no solo por las normas represivas de conducta ilícitas, sino, además, y ello es más importante, por la definición de los mecanismos de prevención y educación sobre la transparencia y la ética en la gestión de lo público, como principios nucleares de toda acción personal y colectiva, de solidaridad e igualdad, de progreso y consolidación de derechos en los escenarios de corresponsabilidad en los que se sustenta una democracia.

Todas las normas que se pueden proponer para prevenir la corrupción y combatirla, una vez dadas deben ser implementadas y, por supuesto, el gobernante, más allá de las promesas electorales más o menos oportunistas, debe tener la voluntad de cumplirlas. Por ello, bienvenidas sean las reformas que se propongan tanto en materia de prevención (agencia independiente de análisis, control y sanción por el incumplimiento) como en su investigación penal del Ministerio Fiscal, la actuación del juez de garantías, y la agilización del enjuiciamiento de las conductas ilícitas.

En este último campo, me quedan aún algunas recomendaciones, como la obligación de proteger de manera eficaz a los alertadores, ampliando la normativa correspondiente (en la Unión Europea existe una Directiva al respecto) que debe abarcar a los testigos y peritos; la protección frente a las SLAPPs (demandas estratégicas contra la participación pública) que se dirigen contra las voces críticas; una regulación seria, y no solo basada en la reducción de pena, de los denominados arrepentidos. Por ejemplo, en mi país, el Comité de Derechos Humanos de la ONU (julio 2025) insta a España a revisar y mejorar su marco legal para garantizar la libertad de expresión y la protección real de alertadores.

Se trata de que se conjuguen los mecanismos adecuados que garanticen la veracidad y solvencia de sus testimonios. Haciendo hincapié en una verdadera, pormenorizada y exhaustiva normativización de la financiación de los partidos políticos.

En mi lista hay algo más: la responsabilidad de los medios informativos. Dicho de otro modo: definir el marco en el que el derecho a la información y la libertad de expresión se encuentren con las garantías que deben regir en los procesos penales.

Y, por supuesto, la necesidad de impulsar mecanismos de control de participación ciudadana y de contrarrestar los ataques a estos espacios de rendición de cuentas, que desde hace un tiempo a esta parte se han puesto de moda en quienes ostentan el poder que desprecian a los ciudadanos salvo cuando les interesa.

La abundancia de procesos judiciales abiertos que se dilatan en el tiempo, o que no se resuelven, o que lo hacen en función de los intereses del poder de turno, estigmatizando a quienes los sufren puede llegar a insensibilizar a una sociedad que ya da por sentado que el sistema contamina todos los sectores de la realidad política, económica y judicial. Esa desconfianza es la que urge transformar. En un mundo cada vez más complejo y polarizado, en el que se detecta una inercia constatada de pérdida o cuestionamiento serio de derechos consagrados, sin que se produzca una reacción unánime y contraria en su defensa, la única alternativa es poner en primer término la defensa del servicio público a nivel nacional e internacional y exigir de líderes y lideresas, y, especialmente de la Comunidad Internacional una respuesta clara y terminante.

Los corruptos no pueden ganar la batalla. Es el Estado de Derecho el que tiene la última palabra. En este campo, como en tantos otros, la indiferencia no es una opción, y, tampoco lo es la imputación recíproca de corrupción entre los diversos actores, en donde merecen una especial atención las grandes corporaciones como vehículo de aquella, porque ello conduce irremediablemente a una parálisis existencial de quienes, teniendo la obligación de trabajar en favor de la comunidad, se quedan en la defensa de sus propios y mezquinos intereses.

Baltasar Garzón

Baltasar Garzón

Ex magistrado español

Autor de: Los disfraces del fascismo

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