
El monto de dinero es sorprendente. Este año, se gastarán, en los Programas del Bienestar 850 mil millones de pesos (equivalente al 2.3% del PIB) que se distribuirán entre 32 millones de familias. Eso informó la presidenta Claudia Sheinbaum Pardo en su intervención del día 1º. de septiembre.
Esa cantidad de dinero constituye la cifra global de las asignaciones directas a la población que realiza la presidencia de la república. Se trata de dinero repartido en un principio –suponemos-- con propósitos políticos clientelares, pero valdría la pena saber qué papel juegan en la disminución de la pobreza y en el desarrollo nacional.
Se asigna dinero a los adultos mayores, a los estudiantes, a mujeres, a personas discapacitadas, a pescadores, a pequeños agricultores, a madres solteras, a escuelas, etcétera.
¿Cuáles son las consecuencias de este gasto? Una respuesta nos conduce al tema de la evaluación y al rendimiento de cuentas. Evaluar el impacto social de esos recursos públicos, permitiría que el Estado rindiera cuentas ante la ciudadanía, por lo menos cada año, sobre los beneficios sociales de esa derrama de riqueza.
Pero la evaluación del gasto público, como sabemos, no es algo que acepten las actuales autoridades. En general, para estos gobernantes, la sola palabra “evaluación” les parece repulsiva. Una característica común de los dos gobiernos de la 4T ha sido la renuncia a sustentar su acción pública sobre fundamentos racionales. Lo que ordena el discurso oficial –en gran parte-- son creencias y estereotipos.
Por ejemplo, el “pueblo” es una entidad metafísica, nominal, que sin embargo introduce coherencia dentro de lo que nos parece incoherente. El populismo es, en realidad, una retórica milagrosa, una creencia, una fe, que triunfará en la política mientras existan gobernantes populistas y mientras exista dinero público para repartir entre las masas pobres.
Pero, ¿atención! La mecánica de la distribución no obedece a la lógica de un bienhechor Robin Hood que roba a los ricos para repartir lo robado entre los pobres. La recaudación fiscal –de donde proviene ese gasto--, no la pagan solo los ricos, también la pagan los trabajadores (¿Qué porcentaje de la recaudación proviene de los impuestos de los trabajadores?, no lo sé, pero no es irrisorio). Lo real es que ese gasto, lo pagamos todos los mexicanos que contribuimos al fisco.
Un efecto preocupante de ese gasto enorme es el que genera una desviación en el gasto social. Se concentra esa cantidad de recursos en asignaciones directas, pero al mismo tiempo se castigan, entre otros, la inversión en educación y la inversión en salud. Ambos sectores, como sabemos, sufren una grave decadencia interna que se puede remitir a su limitado financiamiento y da cuenta de dos fallas graves en las políticas de bienestar.
Otro peligro potencial: promover la cultura de la dependencia. Los programas de bienestar son indeterminados: no se condicionan (en el caso de las veces a estudiantes) a resultados de aprendizaje, a calificaciones, o a la permanencia en la escuela. Las asignaciones a pequeños productores (pesca, agricultura) no está condicionadas por determinados índices de productividad, etc., etc. El dinero que se recibe no está atado al trabajo, simplemente se entrega sin que el Estado pida nada a cambio.
Las asignaciones, por lo mismo, no repercuten sobre las personas fomentando su independencia o favoreciendo la superación en el trabajo. Por el contario, dada la incondicionalidad de las asignaciones periódicas de dinero, se producen efectos sociales perversos. Por ejemplo, jóvenes de preparatoria que gastan su beca en consumo de drogas, o jóvenes de clase media que no necesitan la beca pero que reciben el dinero con gusto, nada más (¿A quién le dan pan que llore?) El recibir dinero del Estado sin condiciones fomenta, involuntariamente, la procastinación y la holgazanería.
A estos efectos nefastos se agregan los elementos de la cultura de la dependencia: pérdida del sentido de la responsabilidad, indisciplina, disimulo, incumplimiento de los deberes ante los demás, relajamiento de la personalidad, desorientación, etc. Lo contrario de lo que México necesita que es trabajo esmerado, creatividad, disciplina, compromiso y productividad.