
Si uno mira dos gráficas referentes a la economía mexicana en los últimos 60 años, la que mide el crecimiento del PIB per cápita y la que da cuenta de la evolución de la pobreza, encontrará que, por casi todo el periodo, que abarca dos generaciones, éstas se mueven como espejo: a mayor producto por persona, menor porcentaje de la población en situación de pobreza. Pero hay dos excepciones, que corresponden, grosso modo, a los sexenios de Miguel De la Madrid y Andrés Manuel López Obrador. En el primero, la pobreza aumentó con más velocidad que la caída del PIB por persona durante el periodo; en el segundo, la pobreza disminuyó a pesar de que el producto siguió estancado.
El primero se explica, fundamentalmente, por una decisión política, que implicó un viraje en el modelo de desarrollo del país, y también en lo social. Esta decisión, la de dar la soberanía a un mercado ordenado, reconstruido desde el Estado, que para hacerlo disminuye su papel dentro de la economía, mientras se genera una apertura al exterior, implicó rehacer el antiguo pacto social bajo nuevas bases. Y esas nuevas bases significaban una redistribución a favor del capital y en contra de los salarios.
Tocó a De la Madrid hacer ese viraje porque se encontró con una severa crisis en el sector externo de la economía (escasez de divisas, un pesado servicio de la deuda externa pública y presiones externas para condicionar la política económica), pero también porque tenía el espacio político, de partido prácticamente único, para hacerlo. La economía mexicana se hizo menos intervencionista, más guiada por las exportaciones, con mercados desregulados y apertura financiera. Encajaba bien en el nuevo ordenamiento mundial que se formaba. Quienes pagaron por ello fueron los asalariados. El modelo funcionó más o menos bien en lo político en la medida en que, a partir de la renegociación de la deuda externa en tiempos de Salinas de Gortari, hubo crecimiento económico y, de manera asociada, disminuyó la pobreza. Dejó de funcionar bien en lo político cuando el modelo económico de los años 80 hizo crisis en el siglo XXI, la economía se estancó y, con ello, y a pesar de los distintos programas para paliarla, la pobreza no se redujo de manera sustantiva.
Esto nos da pie para comentar la segunda excepción. Aunque no hubo un cambio sustancial en la política económica, que hubiera firmado cualquier gobierno neoliberal, en el sexenio de López Obrador terminó de liberarse el corset que había sobre los salarios mínimos, que son un elemento clave en la determinación de los mercados ocupacionales. Se pudo liberar ese corset a pesar de que la economía siguió estancada y no aumentó el PIB per cápita, porque más de tres décadas atrás los salarios se habían deprimido artificialmente, y ahora había un espacio amplio para hacerlo.
Empieza a abrirse el debate sobre cuánto espacio queda todavía para seguir aumentando los salarios. Fuera de los economistas ortodoxos, que siguen aferrados a sus ideas derrotadas, el consenso es que sí lo hay, pero el disenso es la proporción, tomando en cuenta los diferenciales por zona y las diferentes posibilidades de empresas de distintos tamaños. En todo caso, otra cosa segura es que los salarios, que han sido la fuente primordial para sacar a millones de la pobreza, no pueden aumentar indefinidamente si tampoco lo hace el producto. Hay un punto -tal vez lejano, pero cada vez menos- en el que los salarios pueden inhibir la inversión.
Esto nos lleva al tema del Paquete Económico para 2026. Todo apunta a que continuará la disciplina fiscal y a que la inversión pública seguirá cayendo. Probablemente la Ley de Ingresos incluirá algunos cambios para reformar las aduanas, las importaciones temporales, proteger algunos sectores y eliminar deducibilidades en el sector financiero. Las restricciones fiscal-presupuestales casi seguramente implicarán también menos recursos para sectores golpeados desde hace años, como educación y salud. Tendremos, eso sí, la continuación de los apoyos multimillonarios a Pemex (que es una empresa que debe dedicarse a lo que le genera ganancias, que no es la refinación), y se presumirá el aumento a los apoyos sociales directos (bienvenidos, pero que no son el factor principal para disminuir la pobreza).
En otras palabras, tendremos otro presupuesto inercial, de estancamiento estabilizador, como los de todo lo que va del siglo.
Con esas condiciones, en particular la de una inversión pública ya casi reducida a malos trabajos de mantenimiento, es difícil suponer que se logrará un crecimiento económico relevante. Más, si se toma en cuenta la incertidumbre sobre la inversión privada que generan los cambios en algunas instituciones y el desmantelamiento de otras. Si agregamos los nubarrones trumpistas sobre el sector externo, que no desaparecerán mientras el republicano ocupe la Casa Blanca, toda la apuesta de crecimiento se centra en la demanda interna. Sobre los salarios, dado que el empleo formal crecerá muy poco.
Si estamos de acuerdo en que hay espacio todavía para incrementos salariales, aunque no tan grandes como en años anteriores, podremos concluir que 2026 podrá tener un crecimiento económico mediocre, pero no será severo sobre la economía de la mayoría de las familias, que es la que verdaderamente cuenta.
El problema de fondo está más allá. Está en que el bono para incrementos salariales se va a agotar sin que haya habido un cambio real de modelo que permita que sigan aumentando, a partir de la productividad; en que no han detonado la inversión y el gasto social del Estado. Al contrario. Es más de lo mismo, sólo que con menos garantías para los inversionistas privados. El corset se está apretando.
Twitter: @franciscobaez