Opinión

Charlie Kirk en la era de la furia y el odio

El comentarista conservador Charlie Kirk recibió un disparo en una universidad de EU
El comentarista conservador Charlie Kirk recibió un disparo en una universidad de EU Liberan a sospechoso (CRISTOBAL HERRERA-ULASHKEVICH/EFE)

Empiezo por lo esencial: toda violencia política es inaceptable. Ninguna idea, por vehemente que sea; ninguna discrepancia, por honda que parezca, justifica un disparo letal. El asesinato de Charlie Kirk obliga a reiterarlo. Ocurrió, además, en la víspera de la conmemoración del 11 de septiembre de 2001, dos extremos en el calendario que nos recuerdan la naturaleza violenta de nuestro siglo.

La reacción de condena ha sido unánime, o casi: a todo aquel que lo festine o justifique le envenena la misma atmósfera de odio y furia que padecemos. Más allá del nuevo mapa ideológico de la extrema derecha en Estados Unidos, que aquí hemos documentado en las últimas entregas, lo que se ha puesto en riesgo con este asesinato es la sobrevivencia misma de las palabras, expresadas en la arena pública con base en el principio elemental de la libertad de expresión.

Kirk tenía 31 años, Nunca ocupó un cargo de elección popular. Aun así, moldeó como pocos la conversación conservadora entre millones de jóvenes a través de Turning Point USA (TPUSA), la organización que cofundó hace más de una década para disputar la hegemonía cultural en los campus universitarios de los Estados Unidos.

Su muerte ocurre en el punto más alto de su influencia: un ecosistema mediático, escenográfico e histriónico sostenido en giras universitarias, micrófono abierto al debate y la confrontación, y una compleja maquinaria de movilización y comunicación en la más diversas plataformas (generosamente financiada por una red anónima de donadores), que conectaba diariamente con millones de escuchas.

Esa mezcla de activismo presencial y amplificación digital explica que su figura excediera por mucho el perímetro de los militantes más jóvenes de la derecha. Supo convertir cada campus en un set televisivo, cada debate a micrófono abierto en un evento viral. Tenía, nada menos, 22 millones de seguidores entre todas sus redes sociales.

Kirk postulaba un nacionalismo ultra conservador de raíz religiosa. Era un auténtico cruzado del movimiento MAGA (Make America Great Again). El gran divulgador de una agenda hostil por sus cuatro costados:

Fronteras duras; rechazo frontal a la ideología “woke”; batallas múltiples contra el aborto, la diversidad sexual, el feminismo o la migración; cospiranoico profesional, descreía del cambio climático o de la pandemia de Covid y las vacunas; postulaba por igual la homofobia, el supremacismo blanco, el racismo, el desprecio por los migrantes, o por todos aquellos que abrazan el islam como un credo -para él, sinónimo de terroristas en su discurso fanático y reduccionista-; llegó a justificar la esclavitud al insinuar que la sociedad estadunidense vivía más tranquila y ordenada en esos tiempos; y triste, paradójicamente, defendía a rabiar la segunda enmienda constitucional de los Estados Unidos, que permite la libre posesión de armamento a sus habitantes (llego incluso a decir que a dicha enmienda debía agregársele una cláusula que admitiera como un daño colateral, un mal necesario e inevitable, los tiroteos, los asesinatos y las masacres). Los caprichos inextricables de la historia: quizá la última palabra que salió de su boca fue “violencia”.

A esa matriz discursiva añadió un repertorio táctico de múltiples recursos: provocar para monopolizar la atención. Una retórica cobijada en la épica civilizatoria americana, y la insistencia en que la universidad era el campo crucial donde la derecha debía recuperar terreno.

En su gramática febril el adversario no era simplemente el partido Demócrata, los intelectuales, o los medios “liberales” de su país. Creía enfrentarse un enemigo mayor: el rival a vencer era todo un “régimen cultural” enquistado en la historia de Estados Unidos, el cual tendría que ser desmantelado para dar paso a una nueva era. Ni que decir de los enemigos externos: de China, a Irán, pasando por el terrorismo trasnacional, recicló y avivó todos los fuegos de la “Guerra Fría”.

Nacido en los suburbios clasemedieros de Chicago, abandonó los estudios en un Community College (una escuela pública de menor rango académico que una universidad) para emprender el proyecto que lo haría famoso: TPUSA (el “punto de inflexión” para Estados Unidos). Desde ahí levantó una red de capítulos estudiantiles, conferencias y festivales políticos que, con el tiempo, incorporó dos extensiones: Turning Point Action (el brazo de incidencia electoral) y Turning Point Faith (la plataforma para movilizar iglesias y pastores en temas públicos). Curiosamente la raíz etimológica del apellido Kirk proviene de la palabra del inglés antiguo referida a la iglesia, y del escandinavo para referirse a un cementerio: Kierkegaard (el jardín con tumbas alrededor de un templo).

A la par, construyó una plataforma mediática permanente -The Charlie Kirk Show- que, en la lógica del meta partido de Steve Bannon cumplía la triple función de púlpito, call center de la nueva derecha, e incubadora de cuadros. TPUSA, con Kirk al frente, no fue sólo una cantera juvenil sobre ideologizada. Fue una auténtica fábrica de odios. Su activismo desbocado en las universidades de Estados Unidos -un mecanismo de intimidación y vigilancia ideológica- fue denunciada por diversas organizaciones defensoras de la libertad de cátedra.

La táctica era sumamente eficaz a la hora de polarizar el debate: convertir las aulas en trincheras, al profesor-liberal en antagonista y al alumno en activista. Ese clima -más performático que deliberativo- hizo de Kirk un maestro del debate cuerpo a cuerpo: frases cortas, retóricas ensayadas, y una jugosa recompensa algorítmica en las redes sociales.

Su trayectoria estuvo indisolublemente ligada a Donald Trump. Kirk leyó antes que muchos el filón generacional del culto al magnate y lo reorganizó. Su influencia no se limitó a la aritmética electoral. Fue un genio de la propaganda que convirtió la política en un híbrido -mezcla de talk show, militancia y catecismo-. El mitin que se televisa, la entrevista que deviene consigna, la consigna que circula como meme y cala hondo en las conciencias.

A veces estiró demasiado la cuerda: la promoción de afirmaciones falsas como la del fraude electoral en 2020 y su papel -directo o indirecto- en el asalto al Capitolio del 2021, lo dejaron marcado. Vale recordar que, en los días previos a aquel infausto 6 de enero, Kirk y sus plataformas contrataron autobuses para llevar a miles de simpatizantes a Washington. Luego, tras la violencia desatada, borró mensajes y matizó responsabilidades. El expediente es conocido y está documentado en la prensa y en los testimonios ante el comité de la Cámara de Representes, que al final de cuentas prefirió exculparlo.

The Charlie Kirk Show -radio, podcast, video- le dio el tempo cotidiano que todo operador político ambiciona: acaparar la conversación las 24 horas del día. Su voz resonaba especialmente entre jóvenes conservadores que vieron en él algo parecido a un influencer doctrinario: aquel que combina el sermón moralizante con el manual de una guerra cultural, y que ofrece la hoja de ruta para dar un golpe de timón al sistema universitario de los Estados Unidos.

La gira que a la manera de un Rock-Star lo llevó a Utah -American Comeback Tour- condensaba su estrategia: campus abierto, despliegue mediático, debate sobre temas controversiales. Toda una pedagogía de la confrontación: empezar con tesis incendiarias, invitar a un contra discurso de los estudiantes, y tensar las cuerdas de las palabras hasta lograr que la audiencia se convirtiera en el corifeo de sus alegatos. Paradójicamente Kirk murió en el momento preciso en el que se aprestaba a contestar a uno de sus jóvenes detractores.

La dimensión trágica de lo ocurrido exige volver al punto de partida: la violencia no corrige la polarización: la agudiza. Matar a un adversario no refuta sus ideas; lo convierte en mártir para los suyos. Me horroriza pensar que la nueva derecha estadounidense ya tiene al contrapeso ideológico y simbólico de Martin Luther King que les hacía falta. King vs. Kirk, si aquel “tenía un sueño”, este otro “tenía una pesadilla”. Por lo pronto recibirá de manera póstuma la Medalla de la Libertad que otorga el presidente Trump, y en su memoria hondearán las banderas a media asta.

Los discursos y acciones política de la ultraderecha no desaparecerán con él: otros ocuparán ese micrófono. La tarea ahora, si aun creemos en la política como conversación difícil pero civilizada, es ensanchar el espacio de la palabra, no estrecharlo a fuerza de agravios, insultos, intolerancias, balas, y cementerios atiborrados de nuevos mártires.

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