Opinión

La pobreza y el espejo roto de la medición

Ya sin CONEVAL, la última medición de la pobreza multidimensional ha arrojado datos que indican mejoras significativas en el país
Pobreza en México Ya sin CONEVAL, la última medición de la pobreza multidimensional ha arrojado datos que indican mejoras significativas en el país (Mario Jasso)

En la más reciente sesión del Seminario de la UNAM sobre la cuestión social, Claudia Maldonado -titular del área del INEGI a la que fue asignada la responsabilidad de la medición oficial de la pobreza en México- expuso una cifra inquietante: desde 2016 hasta 2024, la pobreza extrema en México se ha reducido muy poco en números absolutos. La constatación desnuda un hecho que incomoda: a pesar de los recursos invertidos y de la retórica oficial, la miseria más honda se mantiene como una herida abierta.

Esa constatación nos obliga a mirar más allá de los números. Medir no es comprender. La cifra es apenas un fragmento del espejo, y al fetichizarla, al rendirle culto como si en sí misma explicara el mundo, corremos el riesgo de confundir la representación con la realidad. La medición de la pobreza, tal como hoy se construye, es un instrumento útil para identificar tendencias y comparaciones; pero no puede erigirse como fin último. La pobreza no se deja atrapar en el cuadrante de un gráfico: es historia, es carne, es angustia; y como tal, escapa a toda clasificación reductora.

La obsesión por medir puede transformarse en ideología. Convertir el índice en fetiche implica suponer que basta con contar pobres para comprender qué significa la pobreza. En ello hay una paradoja: la cifra ilumina, pero al mismo tiempo enceguece. Ilumina al permitir comparaciones en el tiempo, al generar evidencia para el diseño de políticas; pero enceguece cuando se le confunde con la totalidad del fenómeno, cuando se la toma como “la verdad” sobre la pobreza.

La filosofía de la pobreza nos recuerda que medir es apenas un gesto inicial. La pobreza es experiencia vivida, es una forma de estar en el mundo, marcada por la exclusión, la humillación y el despojo. El número no da cuenta de la voz silenciada, del niño que crece sin horizonte, de la mujer que multiplica sus jornadas sin reconocimiento. Reducir la pobreza a un número es como pretender que la música se explica o se apropia en su complejidad solo por las notas escritas en el pentagrama.

Un segundo aspecto que confronta es que la medición de la pobreza en México se estructura en torno a ciertos derechos -alimentación, vivienda, salud, educación- pero excluye otros, igualmente fundamentales, como los derechos culturales o ambientales, el derecho al deporte y la movilidad. ¿Por qué estos derechos no cuentan al momento de definir quién es pobre?

La exclusión refleja una concepción estrecha de lo que significa vivir dignamente. En un país atravesado por la devastación ambiental, ¿cómo no considerar la contaminación del agua o del aire como factores de pobreza? En un pueblo marcado por la riqueza cultural de sus comunidades indígenas, ¿cómo no pensar la exclusión cultural como expresión de miseria?

La reducción de la pobreza a ciertos derechos mínimos genera un sesgo: establece un umbral que mide la carencia material inmediata, pero ignora dimensiones esenciales de la vida humana. Ser pobre no es únicamente carecer de alimentos o de vivienda, sino también ser privado del acceso a la memoria, a la creación, al disfrute del paisaje…

Aquí se toca el núcleo filosófico: toda definición de pobreza es, al mismo tiempo, una definición del ser humano. Cuando se establece qué necesidades son “básicas”, se fija también qué se entiende por humanidad. Decir que alguien es pobre porque carece de salud, educación o vivienda es afirmar que esos bienes son esenciales a la condición humana. Pero, ¿y los otros? ¿y la libertad de crear, de soñar, de habitar el mundo en plenitud?

El ser humano no puede reducirse a un haz de carencias cuantificables. En palabras cercanas a María Zambrano, ser humano es ser proyecto, es abrirse a lo que aún no es; es habitar el tiempo como esperanza. Es también comunicación, encuentro, diálogo con los otros y con el mundo. Definir la pobreza sin atender a estas dimensiones es mutilar el concepto de humanidad, y, por tanto, trivializar la miseria de quienes la padecen.

Rubén Bonifaz Nuño, en su poema Fuego de Pobres, ofrece una ventana hacia esta complejidad. Ese poema recuerda que la pobreza no es un dato: es una condición existencial que toca el sentido mismo de la vida. El fuego que no ilumina ni calienta, pero que insiste en permanecer, simboliza la resistencia humana frente al despojo.

Dice Bonifaz:

Y reconozco que me importa

ser pobre, y que me humilla,

y que lo disimulo por orgullo.

Tú, compañero, cómplice que llevo

dentro de todos, junto a mí, lo sabes.

Hermano de trabajos que caminas

en hombres y mujeres, apretado

como la carne contra el hueso,

y vives, sudas y alborotas

en mí y conmigo y para mí y contigo.

No hay que engañarse: la reducción mínima de la pobreza extrema en ocho años muestra que la política pública, apoyada en la medición, es impertinente. No basta con contar pobres: urge repensar qué entendemos por pobreza, qué derechos consideramos esenciales, qué humanidad queremos reconocer. Es urgente desplazar la mirada del número a la experiencia. La pobreza es herida y es pregunta. Es espejo roto que nos devuelve, en cada fragmento, una imagen parcial de lo que somos. Comprenderla supone interrogar, al mismo tiempo, qué significa ser humano. Y en esa interrogación se juega no solo la justicia social, sino la posibilidad de habitar el mundo como comunidad de iguales.

Investigador del PUED-UNAM

Tendencias