Opinión

Sismos simulados; otra vez la patraña inútil

Simulacro Nacional 2025

Hoy será día de recordación y simulación.

Eso es un simulacro, una simulación propiciada por un gobierno cuya “cultura” de la protección civil no puede lidiar con la realidad, pero finge cumplir una responsabilidad.

Una y otra vez se ha dicho: el único beneficio de la mal llamada “Protección civil!” debería ser preventivo: revisión constante de estructuras corrección de hábitos contra la seguridad, como los transportes peligrosos (¿recuerdan la pipa en Iztapalapa y sus muertos y quemados hace apenas una semana?); las deficientes instalaciones eléctricas (“diablitos”), los árboles aprisionados en el cemento cuya caída es inminente; el exceso constante en el aforo de los espectáculos públicos con todo y la riesgosa instalación de escenarios (¿se acuerdan del Parque Bicentenario?) y una larga lista de circunstancias para cuya corrección las “autoridades” de Protección Civil solo sirven como trabazón burocrática de fácil solución: la coima.

Pero fuera de eso es imposible prevenir en la imaginación la suposición o el simulacro.

Se previene evitando los riesgos, no aprendiendo a evacuar sin correr ni empujar. A la hora de la hora, los quiero ver escaleras cuando de nada servirá si hay un terremoto real, como ya se probó en el anterior movimiento del 19 de septiembre de 2017 cuando –por cierto— también hubo un inútil ejercicio simulador.

En septiembre del 2022, el CENAPRED (otro elefantito albino), distribuyó este mensaje como si todos los mexicanos fuéramos parvulitos:

“...Es importante que sepas que actualmente ninguna persona e institución en el mundo ha logrado establecer un procedimiento confiable para determinar fecha, ubicación, ni magnitud de un futuro sismo o determinar la inminencia de alguno. No es posible predecir temblores. No existe estudio científico, dispositivo o algún método que pueda hacerlo”. Dios mío, cuánto talento.

Lo he dicho y lo repito aquí. Los peores efectos de un terremoto no son las “réplicas” sino las consecuencias sociales, cuya amplitud va de la incomprensión a la incompetencia.

Quizá todos quepamos en la profecía de Ezequiel:

“…Y los peces del mar, las aves del cielo, las bestias del campo y todos los animales que se arrastran sobre la tierra, y todos los hombres sobre la faz de la tierra temblarán en mi presencia; también se derrumbarán los montes, se desplomarán los precipicios y todo muro caerá por tierra…”

Horrores bíblicos al alcance de la mano estimulados por la imprevisión, la dejadez, la corrupción administrativa y el incomprensible desenfado de una burocracia insensible. El mejor aprendizaje de estos días sísmicos, es darnos cuenta de cuánto nos falta por aprender. No por simular. En eso somos expertos.

Diestros son los hombres y mujeres de la Protección Civil en el acordonamiento de edificios derrumbados y cuando éstos aún no se han caído, y hábiles resultan para preparar simulacros donde todo lo imaginario es insuficiente, pues de poco les habrían servidos esas maniobras entre lo lúdico y lo supuesto, a quienes estaban en el mortuorio edificio de Álvaro Obregón con su casi medio centenar de cadáveres o a los niños muertos de la escuela Rébsamen cuyo historial de irregularidades administrativas es una absoluta vergüenza para todos, para quienes mal administraron las cosas antes de esta administración, como para la actual delegada, Claudia Sheinbaum (publicado en octubre de 2017), quien no se había enterado de dichas fallas sino hasta días después del sismo y el deceso de niños y adultos, lo cual le permite gobernar en su último tramo (antes de irse en busca del voto para la jefatura del gobierno capitalino) con la vista fija en el espejo retrovisor.

Pero hoy podríamos volver la mirada hacia la naturaleza del problema.

–¿Cuál es el peligro de un terremoto?

–Los derrumbes de casas y edificios, puentes, carreteras en fractura; bardas caídas, acueductos rotos, comunicaciones interrumpidas, etc. Y, después, si todo eso ocurre, las lesiones a las personas.

Por eso la protección civil debería enfocarse en revisar los edificios. No a enseñarle a caminar a las personas en medio del inexistente sismo con el inútil ululato de una alerta sísmica cuya ineficacia es indiscutible (y ahora ya se complementa con sonidos alarmantes en el celular). La pantomima en el bolsillo.

La verdadera protección sería tener una ciudad a prueba de terremotos. ¿De cuantos grados? De cuantos sea necesario.

Hoy parece una obviedad repetida, pero cierta como casi todo lo obvio: las construcciones bien hechas no se caen.

–¿Es posible rehacer la ciudad para reedificar lo mal construido? No. ¿Es posible revisar minuciosamente todas las edificaciones urbanas y reforzarlas o modificarlas estructuralmente para asegurarse de una absoluta estabilidad en casos de sismo mayor? Quizá parcialmente.

Lo conveniente ahora sería hacer un programa permanente de revisión estructural de toda la ciudad, delegación por delegación, colonia por colonia, calle por calle, como se hace el censo de población. Sin embargo, aun cuando se haya recuperado la estabilidad o los particulares quieran reconstruir, el gobierno los frena, como es el caso del condominio de Miravalle (Cibeles) cuyos dueños no lo pueden ni corregir, ni reparar, ni vender porque la burocracia se los impide.

Muchas tareas complejas hemos realizado bien en este país.

Por ejemplo, logramos mantener un sistema de verificación vehicular semestral para millones de automóviles. ¿No podríamos entonces revisar y certificar una vez por año (gratuitamente, como obligación pública) la estabilidad de las estructuras por las cuales el gobierno recibe impuestos prediales?

Los notarios podrían, así como hacen con los recursos con los cuáles se pagan las escrituras para evitar la lavandería monetaria, exigir confiables certificados de inafectabilidad sísmica de las escrituras bajo su fe pública.

El servicio social de los miles de jóvenes egresados de las escuelas de ingeniería podría desarrollarse en esta labor de inspección.

Hay un escritor relevante y –según algunos– sobrecalificado, muy de moda, llamado Haruki Murakami. Tiene un breve libro llamado “Después del terremoto” y en uno de sus relatos de ficción, hay algo potencialmente posible en la realidad.

“...Desplome de autopistas, hundimientos del Metro, caída de ferrocarriles aéreos, explosión de camiones cisterna. Los edificios se convertirán en montañas de cascajo que sepultarán a la gente. Las llamas se alzarán por doquier. El tránsito de las carreteras quedará colapsado, las ambulancias y coches de bomberos serán meros trastos inútiles. La gente irá muriendo y muriendo sin más. ¡Ciento cincuenta mil muertos! Un auténtico infierno. La gente deberá tomar conciencia de la fragilidad extrema de esta gran concentración de seres humanos llamada ciudad…”

Pero por desgracia esta profecía no es exacta en el infierno mexicano. La gran desgracia (si eso fuera posible decir) no está únicamente en la bien dotada y funcional (a pesar de todo) Ciudad de México sino en las pequeñas poblaciones rurales o semiurbanas de Oaxaca, Chiapas y Morelos, donde nunca se ha posado la mano de Dios, excepto cuando quiere golpear con su furia de maldición bíblica, como dijo Juan de Patmos:

“…Y el ángel tomó el incensario, lo llenó con el fuego del altar y lo arrojó a la tierra, y hubo truenos, ruidos, relámpagos y un terremoto…”

No debemos esperar el Apocalipsis cuando lo vemos cada tarde a la vuelta de la esquina, convocado por la corrupción de los constructores y los burócratas. Ellos le ganan al sismo en peligrosidad.

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