Opinión

¿Cómo llegamos aquí?

CIUDAD DE MÉXICO, 09ABRIL2017.- Andrés Manuel López Obrador, presidente nacional de Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), ofreció un mitin en las inmediaciones del Monumento a la Revolución para firmar el “Acuerdo Político de Unidad por la Prosperidad del Pueblo y el Renacimiento de México”. Frente a miles de asistentes AMLO declaró que la ex primera dama, Margarita Zavala acudió a Estados Unidos para solicitar su “intervención” e impedir el triunfo de MORENA en las próximas elecciones. Asimismo señaló que ya tiene realizado el cálculo de inversión necesaria para que todos los jóvenes tengas acceso a la educación media superior. FOTO: GALO CAÑAS /CUARTOSCURO.COM

El saldo trágico de nuestra historia reciente es evidente: quebró nuestra democracia y se instaló un régimen autoritario y corrupto, resultados ambos que se gestaron en un plazo relativamente corto --aunque hubo antecedentes remotos.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Yo creo que el motor de este periodo obscuro de nuestra historia no fue una retórica convencional, sino un discurso de odio cuyo vocero principal fue Andrés Manuel López Obrador. Aunque nació de los impulsos íntimos de este personaje, ese discurso fue, al mismo tiempo, producto del hondo resentimiento de malestar y sufrimiento que por décadas se gestó entre las masas populares.

El discurso de odio se construyó con estereotipos, prejuicios y narrativas verosímiles, pero simplonas, que apelaban a los sentimientos elementales de las masas mexicanas: la vulnerabilidad, el miedo, el enojo y el resentimiento. La indignación y la furia de las masas populares se acumuló durante décadas, un largo ciclo en el cual el gobierno estuvo en mano de los antiguos partidos tradicionales (el PAN y el PRI) que nunca tuvieron sensibilidad para percibir el profundo malestar que reinaba en la sociedad.

El discurso de odio de AMLO comenzó por construir la imagen del enemigo: los neoliberales, las élites en el poder, los empresarios, los ricos, todos ellos eran los culpables del sufrimiento popular. A estos grupos perversos AMLO les opuso la categoría noble de “el pueblo”, una entidad abstracta, imprecisa, pero retóricamente poderosa que ha dado sentido al partido Morena y a su movimiento.

La escena política fue así dividida en dos campos de fuerza polares, permanentemente antagónicos, con intereses radicalmente opuestos. El centro de la retórica populista es, precisamente, la pugna constante que se genera entre estos actores: AMLO aprovechó cualquier oportunidad para animar y fomentar la hostilidad y para movilizar a las masas populares contra el “enemigo”.

La retórica populista de AMLO, una vez en el poder, se propuso, entre otras cosas, cumplir algunos caprichos personales (como eliminar el Aeropuerto de Texcoco), simplificar los problemas complejos, eliminar los criterios racionales en la definición de políticas, eliminar el rendimiento de cuentas, etiquetar al enemigo con calificativos agresivos (traidores, parásitos, enemigos del pueblo, etc.), construir una (espuria) identidad popular con base en la población indígena (pueblos “originarios”), fortalecer instituciones de “origen popular” (como PEMEX), poner la justicia social por encima de la ley, “normalizar” lo que no es normal (la retórica violenta de polarización termina por aceptarse como parte natural del escenario político), etc.

El resultado positivo de esta política --o retórica--es obvio: se refuerza la identidad del grupo que ejerce el poder, se deteriora la democracia, se atropella la independencia de los poderes, colapsa el estado de derecho, se debilita la pluralidad y el diálogo público, se substituyen argumentos racionales por ataques emocionales, aumenta la intolerancia, se instala la violencia simbólica (el temor de los débiles y la autocensura).

Es verdad que en México el gobierno populista (o los gobiernos populistas) no han acudido al uso de la violencia física para reprimir a sus opositores, pero es usual que desde la presidencia de la república (vía “las mañaneras”) se ataque verbalmente de manera violenta, y fuera de toda norma legal o ética, a personas que son disidentes o críticos del régimen con lo cual se les estigmatiza e intimida. Los opositores que son víctimas de esos atropellos reaccionan, naturalmente, con inseguridad y temor. Y es una reacción natural: no es fácil sobreponerse a ataques verbales de quien detenta la representación del Estado nacional y es autoridad suprema de todas las fuerzas armadas. En realidad, esas agresiones, por desproporcionadas, rayan en el ridículo.

No es fácil resumir un episodio tan palpitante de nuestra historia reciente. La memoria de hecho cercanos es densa y cargada de emociones, pero los hechos objetivos son las evidencias sólidas de este relato.

Tendencias