
En el horizonte contemporáneo se observa una preocupante expansión del pensamiento conservador que erosiona los fundamentos del pensamiento científico, filosófico y jurídico sobre los que se construyó la siempre inacabada, pero indispensable modernidad democrática. Por ello es necesario reflexionar sobre los alcances de esta deriva, pues lo que está en juego no son únicamente las formas de gobierno -que ya son demasiado-, sino la preservación de la racionalidad crítica y dialógica como principio de organización social y de la libertad como núcleo de la vida política.
Uno de los rasgos más preocupantes de esta ola conservadora es la creciente hostilidad frente a la ciencia. La política pública debería sustentarse en la mejor evidencia disponible, especialmente en temas delicados como la salud, el medio ambiente o la seguridad alimentaria. Sin embargo, líderes de alcance global han optado por desacreditar la ciencia. El caso de Donald Trump es paradigmático: sus ataques contra las vacunas, los medicamentos y, en general, contra la institucionalidad científica, representan un mensaje potencialmente devastador para el mundo entero.
Cuando un líder de semejante envergadura afirma, sin fundamento, que las vacunas son peligrosas o innecesarias, erosiona la confianza ciudadana en uno de los instrumentos más eficaces de la medicina preventiva. El resultado es el resurgimiento de enfermedades que ya estaban controladas y el debilitamiento de la capacidad de respuesta ante epidemias globales. La pandemia de COVID-19 mostró con crudeza lo que significa enfrentar la desinformación desde las más altas esferas del poder: muertes evitables, polarización social y un retroceso en la comprensión de que la salud es un bien público.
El negacionismo se extiende también al cambio climático. Décadas de evidencia científica robusta muestran el impacto de la actividad humana en el calentamiento global. Sin embargo, el pensamiento conservador, aliado a intereses económicos de corto plazo, ha insistido en relativizar o negar estas evidencias. La consecuencia es doblemente peligrosa: mientras se desacredita la voz de la ciencia, se posterga la acción estatal y global, lo que agrava el deterioro ambiental y deja a las futuras generaciones frente a catástrofes incontrolables.
En casos extremos, esta tendencia bordea lo irracional, como ocurre con la exigencia de que teorías religiosas como el creacionismo tengan el mismo estatus epistemológico que hechos científicos como la evolución. Esta equiparación forzada representa un intento de subordinar el conocimiento a dogmas.
Otro campo de ataque del conservadurismo global es el pensamiento crítico y filosófico, desde el cual no se comprende que la filosofía no es un lujo intelectual, sino un espacio privilegiado donde se problematizan las nociones de justicia, libertad y dignidad, que son el corazón de los derechos humanos. Negar el valor de la filosofía implica, en los hechos, negar los fundamentos mismos de la convivencia democrática.
Lo que observamos es el fortalecimiento de discursos identitarios y excluyentes que promueven la xenofobia, el racismo, la misoginia o la homofobia. Estas expresiones, más allá de que buscan presentarse como “opiniones libres sustentadas en el derecho a la libertad de expresión y creencias”, representan patologías sociales que, al instalarse en el poder político, promueven marcos normativos regresivos. El pensamiento crítico ha sido acusado de “ideología” o de “adoctrinamiento”, cuando en realidad su papel histórico ha sido abrir horizontes de emancipación y cuestionar estructuras de dominación. Allí donde se acalla la filosofía, se debilita la capacidad ciudadana de resistir a los abusos del poder y se reduce la posibilidad de un espacio público plural.
En coherencia con lo anterior, el pensamiento conservador ha desplegado una ofensiva contra derechos fundamentales que expresan la autonomía moral de las personas. El libre desarrollo de la personalidad, el reconocimiento de los derechos sexuales y reproductivos, y las conquistas en torno a la igualdad de género se ven permanentemente amenazados por políticas regresivas que buscan reinstalar modelos de familia, sexualidad y ciudadanía basados en la obediencia y en la imposición de valores homogéneos.
La filosofía del Estado contemporáneo reconoce que el poder político debe garantizar la autonomía de los sujetos, no imponer proyectos de vida única. El conservadurismo, sin embargo, busca reinstaurar una visión vertical de la autoridad, en la que los derechos quedan subordinados a una moral hegemónica. El resultado es el debilitamiento del pluralismo, en todas sus dimensiones, que constituye la esencia misma de la democracia.
Ante esta situación, la filosofía política tiene la responsabilidad de recordar que el Estado moderno se fundó en el pacto entre ciencia, filosofía y política. La legitimidad de las instituciones depende, no solo de su origen democrático, sino de su capacidad para garantizar derechos y sustentar las decisiones en razones verificables y universales. La expansión del pensamiento conservador pone en riesgo ese delicado equilibrio. No se trata de negar la pluralidad ideológica, que es legítima y necesaria, sino de alertar frente a las corrientes que buscan sustituir la razón por el dogma, la ciencia por la superstición y las supercherías, y los derechos por privilegios excluyentes.
Por ello, es urgente fortalecer a las universidades y a todos los espacios autónomos de producción de conocimiento libre y hasta contestatario. La defensa del pensamiento crítico es una causa pública de primer orden. Solo desde la ciencia, la filosofía y la reflexión libre podremos construir un curso de desarrollo que combine progreso material con libertad y dignidad humanas, pluralismo y diferencia. El desafío no es menor: se trata de impedir que el oscurantismo vuelva a ser la brújula del poder.
Investigador del PUED-UNAM