
Hace algunos días se anunció que el premio Lasker 2025 en investigación clínica será entregado a los investigadores Michael Welsh, Jesús González y Paul Negulescu por sus aportaciones al entendimiento y tratamiento de la fibrosis quística (FQ). Este premio es la versión estadounidense del Premio Nobel. Con frecuencia los galardonados con uno también reciben el otro.
Quise traer esta historia porque la FQ es un ejemplo de cómo el entendimiento de las consecuencias funcionales de una enfermedad genética puede llevar al desarrollo de terapias y mejorar la esperanza y la calidad de vida de los enfermos. Es también un ejemplo de qué artículos científicos que muchos considerarían poco relevantes por la falta de aplicación inmediata, son el fundamento para diseñar el tratamiento y la mejoría de los pacientes afectados.
En 1938, la patóloga estadounidense Dorothy Andersen describió, en sus estudios de autopsia, que una enfermedad pulmonar-pancreática que era letal en niños se asociaba con la formación de quistes en el páncreas, por lo que la denominó fibrosis quística. Esta enfermedad se hereda en forma recesiva, es decir, cada uno de los padres es portador de la mutación, pero no están enfermos. El hijo que recibe el gen mutado de ambos padres es el que desarrolla la enfermedad, en la cual, el defecto de una proteína de membrana hace que el moco que recubre la luz en las vías aéreas de los pulmones o los conductos de órganos de secreción, como el páncreas, sea muy espeso y las tape, con las consecuentes infecciones e inflamaciones de repetición que dañan al órgano. Sin tratamiento, la enfermedad es letal en los primeros años de vida.
En 1989, con métodos que hoy se consideran arcaicos, Francis Collins, a la postre director del NIH, junto con Lap-Chee Tsui, un genetista de origen chino en Toronto, descubrieron el gen defectuoso de esta enfermedad que, como codifica para una proteína de membrana de la que se desconocía en ese momento su función, le llamaron CFTR (por Cystic Fibrosis Transmembrane Regulator). Un año más tarde, Michael Welsh demostró que la función de esta proteína es el transporte de cloro y bicarbonato, ya sea secreción de cloro hacia la luz de las vías respiratorias o conductos y de ahí que la ausencia de secreción haga al moco espeso, o bien, absorción de cloro por las células sudoríparas y de ahí que el sudor de los niños con FQ tenga mucho cloro, lo que constituye la prueba diagnóstica de la enfermedad. Welsh demostró que CFTR es un canal de cloro y que las mutaciones más comunes que producen la enfermedad, lo que hacen es que la proteína defectuosa, aunque sí es funcional, se atora en su camino a la membrana celular.
Con el conocimiento anterior, González y Negulescu en una compañía de biotecnología diseñaron una compleja estrategia basada en fluoroforos que les permitió analizar en corto tiempo más de un millón de compuestos buscando alguno que restaurara el camino del CFTR mutado a la membrana celular y así descubrieron un grupo de medicamentos que conocemos como “correctores”.
Durante muchos años, el tratamiento sintomático de la FQ alargó la esperanza de vida de los enfermos a 40 años, pero con mala calidad, debido a las constantes complicaciones. Hoy, con estos nuevos tratamientos, la calidad de vida ha mejorado considerablemente, ya que resuelven el defecto funcional del CFTR y se proyecta que la esperanza de vida de quien nazca con FQ en la próxima década sea similar a los que nacen sin ese defecto genético. Un padecimiento genético descrito hace 87 años tiene ya un mecanismo de enfermedad claramente identificado, a partir del cual, se han desarrollado medicamentos que son útiles para tratarla correctamente.
Dr. Gerardo Gamba
Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán e
Instituto de Investigaciones Biomédicas, UNAM