
México carece de una élite dirigente digna de ese nombre. El declive moral y ético de nuestra clase política se observa cotidianamente y alcanza todos los niveles de la estructura institucional. Su principal característica unificadora es la corrupción y la incompetencia política que se extienden a lo largo del país. Estos políticos de profesión han hecho de la actividad política su ocupación principal y permanente, convirtiéndola en su modo de vida y fuente de ingresos. Para ellos la política no es algo circunstancial, sino una ocupación continua que asegura sustento económico y redes de influencia. No viven para la política, viven de la política. Adicionalmente, existen un sinnúmero de arbitrariedades atribuidas a los políticos, que van desde la destrucción de los bienes colectivos hasta la ilegalidad como forma de gobierno, pasando por los crecientes conflictos de interés, el uso discrecional de los recursos públicos y la ausencia de rendición de cuentas. También forman parte de sus prácticas la improvisación, la mentira y la demagogia para desviar la atención de los problemas sociales.
Actualmente, la política real -y no aquella que se lee y escribe, se piensa o imagina-, es decir, aquella que se practica todos los días, tiene muy poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación, así como con una visión global sobre la sociedad que se pretende construir. La política concreta está hecha casi exclusivamente de maniobras e intrigas, conspiraciones, pactos, traiciones, cálculo y pragmatismo excesivos, además de cinismo. En este contexto conviene recordar al sociólogo Max Weber y sus estudios sobre la política, así como su relación con la ética y el poder. El teórico social analiza “la política como profesión” y “el problema ético del poder” que resultan de gran actualidad. Sus tesis sobre el quehacer político parten del supuesto fáctico de la profesionalización y burocratización de la política. Para el pensador alemán, el problema ético del poder adquiere mayor complejidad cuando se afianza el Estado y las modernas clases dirigentes.
De esta manera, la clase política se refiere al conjunto de individuos que desempeñan la función directiva dentro de las estructuras del poder y que tienen como característica común, la autoridad y la influencia de que disponen al interior del gobierno. La clase política no es una clase social, sino una coalición entre clases o fracciones diversas que conforman una élite en el poder. Sin importar la sociedad, su grado de desarrollo o el tipo de cultura prevaleciente, siempre existe un dualismo entre gobernantes y gobernados, caracterizado por una minoría que monopoliza el poder y sus ventajas asociadas contra una mayoría que es controlada por dicha minoría. Estos pequeños grupos denominados clase política, élite, oligarquía o coalición gobernante se encuentran en el vértice del poder, con un monopolio casi exclusivo del poder político. Las diversas élites que existen en la sociedad se caracterizan por sus “capacidades subjetivas” en los distintos campos de la política, la economía, la cultura o la milicia. La calidad de una clase política es determinante para el tipo de democracia que se busca establecer en la sociedad.
Hoy en día, al igual que en la época de Max Weber, el desencanto con la política se expande como una gradual ola de malestar, frustración y sorpresa. Si esta inquietud social se incrementa, podría eventualmente desacreditar a las instituciones democráticas en su conjunto. Frente a la pregunta: ¿cómo incrementar el nivel de la política si se carece de políticos de calidad?, es necesario recordar que en una democracia no hay malos políticos, sino más bien malos electores. Es así que la responsabilidad por la mala calidad de la política en estos tiempos recae, en última instancia, en la ingenuidad de quienes votan y en el declive de una ciudadanía activa