
Ayer, en el periódico Reforma, el poeta, pensador y polemista Gabriel Zaid expuso un manojo de ideas en torno a la pobreza y la desigualdad que, como muchas intuiciones de él, vale la pena discutir.
La desigualdad no es una cosa tan mala, nos dice y lo argumenta: “La meta de reducir la pobreza y la desigualdad es un error” afirma, porque “…mezcla dos metas distintas. Acabar con la pobreza es perfectamente posible, con microcréditos, tecnología diseñada para aumentar la productividad de las operaciones en pequeña escala y eliminación de casi todos los trámites”.
Y abunda Zaid: “La desigualdad económica, que es mayor entre los millonarios que entre la clase media, no merece los intentos fallidos, una y otra vez, por mezclar las metas. A diferencia de las otras desigualdades, la económica es secundaria”.
Creo que nuestro autor comete un error, pues no comprende que la pobreza es producto de la desigualdad y de los mismos mecanismos que la promueven, especialmente en un país como México. Es decir: pobreza y desigualdad son conceptos diferentes, pero sus raíces son las mismas.
El primer error es prescindir de la historia, especialmente la del siglo XX, pues si algo explica el ascenso totalitario del fascismo y del comunismo es el telón de fondo de sociedades quebradas, divididas, profundamente desiguales y que la respuesta más importante y duradera fue la decidida promoción y creación de “clases medias”, o sea, de sociedades con un piso de condiciones materiales garantizadas, movilidad e igualdad de oportunidades que permitió el New Deal de los Estados Unidos, Canadá, Europa occidental y en Japón, generar un espacio mayoritario, no para los ricos por supuesto, no para los pobres, sino para “el ciudadano medio con derechos y obligaciones” (Charles Tilly).
Esa concepción (socialdemocrática, asistencialista de la sociedad) se desarrolló junto (no en vez de) una cultura del esfuerzo individual y del mérito reconocido, en la que el Estado juega un papel fundamental poniendo los instrumentos para evitar aquella desigualdad de vida a factores sobre los que el individuo no tiene ninguna influencia.
Se trataba de colocar al Estado en el vórtice, con regulaciones y políticas redistributivas que compensaron los efectos de la altísima concentración del ingreso, creando un colchón suficiente para mantener las diferencias sociales dentro de unos límites tolerables y compatibles con la democracia liberal. Dicho de otro modo: se instituyó un compromiso histórico entre el capitalismo y la democracia.
Pero hay otras razones que nos impiden separar pobreza y desigualdad, y la primera es la cuna y la herencia. En nuestras sociedades importa, pesa mucho, el apellido y la riqueza previa de los padres.
La segunda es el “efecto Mateo”, es decir, la dotación de todo lo mejor (los mejores hospitales, las mejores escuelas, satisfactores, la más alta cultura) le son dados a los que ya de por sí lo tienen todo.
Tercera: la estructura de la información y de la oportunidad: quien está en la escala más alta, percibe mejor por donde van los tiros y saca ventajas de ello frente al resto.
Cuarta: las limitaciones a la inclusión. Las mejores escuelas son impagables, por ejemplo. Un buen curso en el extranjero, también para el 90 por ciento.
Quinta: la discriminación pura y dura, étnica, racial y de género.
La sexta es la acumulación de bienes o servicios que exige de los demás el pago de un sobrecosto, el abuso del monopolio.
La séptima: la resistencia a una tributación que rompa con muchos de los círculos viciosos descritos más arriba, por ejemplo la edificación de un sistema público de salud. Todas estas condiciones son estudiadas con lucidez por el sociólogo y economista Göran Therborn, líder de la nueva izquierda sueca en (La desigualdad mata. Alianza Editorial, 2015).
Y no son los únicos mecanismos “desigualadores” por supuesto, pero traigo a cuento esos siete mecanismos a guisa de ejemplos, solo para demostrar que pobreza y desigualdad emanan de las mismas fuerzas económicas y políticas y son, en realidad, cara y cruz del mismo problema.
Por eso es tan relevante comprender esto para México, un país donde estas tendencias han actuado durante décadas casi sin límites y por eso, tanto la pobreza como la desigualdad no cesaron de crecer en una espiral endemoniada de concentración del poder económico y político… (hasta la llegada de una sola excepción, el ascenso del salario mínimo).
No hay nada nuevo en lo que digo, por eso sorprende más la argumentación de Zaid. El hecho de que en México existan individuos con inimaginables fortunas y que su riqueza coexista con la indescriptible pobreza de muchos es algo que vio Humboldt. Lo que creo que debe señalarse es que las fuentes de riqueza en nuestro país, en los últimos cuarenta años, no provienen del crecimiento, la invención, la innovación, el progreso técnico, la mejora de servicios. Aquí, las fortunas se amasan ensayando sin cesar formas de controlar al Gobierno, la más vieja y rancia manera de hacerse rico (con la famosa 4T incluida).
Escuchemos a Zaid: “Los pobres no son asalariados mal pagados, sino microempresarios oprimidos por la falta de créditos y el exceso de trámites”. De nuevo, yerra en el enfoque, pues la pobreza no es una ínfima cantidad de bienes; tampoco una relación fallida entre medios y fines; la pobreza es una relación entre personas, es un estatus social, que ha cristalizado entre nosotros como una odiosa distinción entre clases, responsable de varios de los fracasos sociales y de los horrores del presente.
Impedir la altísima concentración del ingreso -como ha demostrado Piketty- es una misión del crecimiento, del desarrollo y de la sobrevivencia humana. Crear clases medias es atemperar los abismos sociales hacia arriba, pero también significa sacar a los pobres de su condición… combatir la excesiva concentración y la pobreza, es en realidad la política contra la desigualdad.