Opinión

EEUU: lo que sí puede pasar

En 1935 el escritor estadunidense Sinclair Lewis (1885-1951) publicó una novela cuyo título parecía una inocentada contra la ingenuidad política de su país: It Can’t Happen Here (traducida al español como Eso no puede pasar aquí). Lo que no podía pasar, según el sentido común de los estadounidenses de entonces, era la llegada del fascismo a la tierra de las libertades.

Lewis, con la intuición corrosiva de los grandes satíricos, decidió demostrar lo contrario: no sólo podía pasar, sino que podía suceder de la manera más banal, de la forma menos épica, con un líder que mezclaba la fanfarronería de un predicador de feria con la astucia de un caudillo dispuesto a torcer la democracia desde dentro.

El experimento literario fue, en su tiempo, leído como sátira política y como advertencia. Hoy, casi un siglo después, se lee como una especie de crónica anticipada.

La trama no necesita mayor sofisticación para inquietar al lector: un senador llamado Berzelius “Buzz” Windrip, personaje grotesco y carismático, gana la presidencia de Estados Unidos con un programa de exaltación patriótica, mano dura contra los inmigrantes y promesas de prosperidad para los olvidados.

Sus discursos son un festival de ocurrencias, prejuicios y bravatas que, sin embargo, conectan con la rabia de una sociedad golpeada por la Gran Depresión. Contra todo pronóstico, Windrip derrota al mismísimo Franklin D. Roosevelt y, una vez en la Casa Blanca, procede a demoler las instituciones: disuelve el Congreso, crea milicias paramilitares, amordaza a la prensa y persigue a los disidentes.

El país se desliza, con asombrosa rapidez, hacia un régimen autoritario de corte fascista. Lo más inquietante no es la brutalidad de Windrip, sino la docilidad con que buena parte de la sociedad acepta el nuevo orden, convencida de que, al fin y al cabo, eso no podía pasar en América, las cosas, pasadas un poco de tono, tendrían que volver a la normalidad más temprano que tarde.

El espejo histórico en el que Lewis escribió su sátira era el de los años treinta. Europa asistía al ascenso de Hitler y Mussolini, mientras la democracia liberal parecía una especie en vías de extinción.

En Estados Unidos, figuras como Huey Long, el carismático gobernador de Luisiana, y el sacerdote radiofónico Charles Coughlin, demostraban que también en suelo americano podía prosperar un populismo autoritario con ribetes antisemitas y vocación mesiánica. Long, de hecho, fue la inspiración más obvia de Buzz Windrip: un político con ambiciones presidenciales que fue asesinado poco antes de que la novela viera la luz.

El mensaje de Lewis era inequívoco: la democracia estadounidense no era una excepción en el mundo, no estaba blindada contra la tentación del fascismo. Podía ocurrir ahí al igual que había ocurrido en Berlín o en Roma.

Lo notable es cómo esa ficción, escrita para conjurar un temor inmediato, se ha convertido en un texto profético para el presente. Desde la elección de Donald Trump en 2016, la novela volvió a circular con entusiasmo entre lectores, críticos y periodistas que encontraban en Buzz Windrip un retrato caricaturesco pero certero del nuevo presidente. Y durante su segunda presidencia, la comparación ha dejado de ser un ejercicio de ingenio literario para convertirse en una constatación incómoda.

Trump, como Windrip, llegó al poder presentándose como un outsider, un hombre ajeno a la política profesional, capaz de hablar el lenguaje del ciudadano común y dispuesto a dinamitar las convenciones del establishment.

Como Windrip, construyó su capital político a partir de la rabia, el resentimiento y la nostalgia de un pasado glorioso que había que restaurar. Como Windrip, identificó enemigos internos y externos para unificar a su base: inmigrantes mexicanos, musulmanes, periodistas críticos, intelectuales, jueces, funcionarios de su propio gobierno. Y como Windrip, convirtió la política en espectáculo permanente, un show de bravatas y desplantes cuyo efecto fue naturalizar lo impensable.

La novela de Lewis insiste en la rapidez con que las instituciones se doblegan ante un liderazgo autoritario. El Congreso que abdica, la prensa que se autocensura, los jueces que se pliegan, los ciudadanos que deciden mirar hacia otro lado. La erosión no ocurre en un estallido, sino en un goteo constante.

Lo mismo ha ocurrido con Trump: su estilo no ha sido el de un dictador clásico, sino el de un presidente que empuja, cada día, los límites de lo permisible. La negativa a aceptar la derrota electoral en 2020, la incitación a la turba que asaltó el Capitolio, las amenazas reiteradas contra la prensa, los intentos de convertir al Departamento de Justicia y a las fuerzas armadas en un brazo de persecución política: todos estos episodios han mostrado hasta qué punto la democracia estadounidense puede ser más frágil de lo que se cree.

La polarización extrema de la sociedad norteamericana, otro de los temas centrales de la novela, se ha vuelto una realidad asfixiante. Lewis describe a un país dividido entre fanáticos seguidores de Windrip y ciudadanos incrédulos que no terminan de reaccionar hasta que es demasiado tarde. Hoy, la división entre republicanos y demócratas ha alcanzado un nivel que bordea la incomunicación total: ya no se discuten políticas, sino identidades irreconciliables. La mitad del país percibe a la otra mitad como enemiga de la nación. En esa fractura emocional y tribal se incuban los autoritarismos.

El discurso del odio, motor fundamental de Windrip, se refleja también en la retórica de Trump. Lewis pone en boca de su dictador imaginario las descalificaciones más brutales contra judíos, inmigrantes y disidentes. Trump, en su estilo contemporáneo, ha dicho cosas semejantes sin rubor: ha criminalizado a los migrantes, se ha burlado de mujeres, ha deslegitimado a minorías enteras. El resultado ha sido una normalización del odio que se refleja en un aumento documentado de los crímenes motivados por racismo y xenofobia en los años de su mandato.

Lo inquietante, al leer hoy la novela de Lewis, no es la exageración satírica, sino la sensación de familiaridad. El fascismo americano que él imaginó era una pesadilla improbable; el populismo autoritario que Trump encarna es ya parte del paisaje político. No ha sido necesario un golpe de Estado, ni milicias paramilitares desfilando en Washington: basta con una erosión paciente de las normas, con un lenguaje agresivo que legitima la violencia, con una polarización que convierte al adversario político en enemigo absoluto.

Eso no puede pasar aquí es una advertencia sobre la fragilidad de la democracia. El personaje de Doremus Jessup, periodista que se resiste a aceptar la tiranía como normalidad, representa esa reserva moral que todavía puede salvar a una sociedad si actúa a tiempo. Pero el precio de la complacencia es alto: dejar que el miedo, la indiferencia o el cálculo de corto plazo abran el camino a un poder sin límites.

El eco de Sinclair Lewis resuena en la América de Trump como una campana que nadie quiere escuchar: sí puede pasar aquí. Puede pasar en Vermont, en Texas, en Florida. Puede pasar en 1935 y en 2025. La tentación autoritaria no es un accidente, sino una posibilidad siempre latente en cualquier democracia.

La novela nos recuerda que el mayor riesgo no es el tirano caricaturesco, sino la sociedad que decide tolerarlo porque cree que nada grave puede ocurrir. Lewis nos obligó a imaginar lo impensable y Trump nos ha obligado a descubrir que lo impensable ya no es materia de la ficción literaria.

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