
La iniciativa de reforma que se discute en el Congreso de la Unión respecto de la Ley de Amparo -hay que decirlo de formad directa y clara- pretende incorporar preceptos que, de aplicarse como están planteadas, implicarían la retroactividad de reglas procesales y restricciones sustantivas al juicio de amparo, lo cual constituye una amenaza directa al principio constitucional de seguridad jurídica y a las garantías convencionales que México ha suscrito. En efecto, la clave de la reforma no está solamente en cambiar normas procesales, sino en que aquellos que ya se litigan se verían obligados a someter derechos en curso a reglas impuestas inconstitucionalmente ex post.
Lo anterior atenta contra el mandato del artículo 14 constitucional de que nadie puede ser afectado por leyes con efecto retroactivo en perjuicio propio; pero la reforma en curso busca erosionar la línea de separación entre lo que debe regularse hacia adelante y lo que ya fue institucionalmente aceptado bajo el régimen jurídico previo.
Para acentuar la dimensión del problema, cabe recordar que México ha cultivado durante más de doscientos años una tradición jurídica en la que las reformas procesales respetan, como principio esencial, los efectos jurídicos consolidados: las expectativas legítimas de quien actúa bajo una norma vigente son intocables frente a cambios intempestivos. Esa tradición es una garantía de estabilidad institucional que protege al individuo frente al legislador mismo. Si esa barrera es removida, el derecho deja de actuar como límite frente al poder y se convierte en herramienta de sometimiento popular al abuso legislativo.
Debe examinarse además el modo en que la reforma pretende redefinir la suspensión del acto reclamado y los requisitos de su procedencia en el Juicio de Amparo, pues en esos detalles se esconde la verdadera debilidad de la tutela judicial. Lo que se busca ahora es que los jueces estarán obligados a ponderar expresamente que la suspensión -que impide que la autoridad ejecute el acto cuestionado mientras se resuelve el fondo- no afecte el “interés social” ni el “orden público”. Esa carga adicional no solo abre la puerta a negativas discrecionales, sino que difumina el estándar: ¿cómo calibrar con certeza esos intereses? Si la norma permanece ambigua, los jueces se inclinarán por evitar concesiones suspensivas por temor a que sus decisiones sean cuestionadas por el poder gubernamental, lo cual deja al ciudadano en estado de indefensión frente a actos que podrían ser irreversibles.
Peor aún, ciertos supuestos específicos quedarían excluidos de suspensión: por ejemplo, actos de bloqueo de cuentas a cargo de la Unidad de Inteligencia Financiera o medidas de prisión preventiva oficiosa podrían no ser susceptibles de suspensión judicial. Si el legislador prohíbe que esas medidas sean suspendidas, niega al juzgador la posibilidad de frenar arbitrariedades graves. En otras palabras, la reforma fragmenta la tutela efectiva según el tipo de acto reclamado, lo cual representa una regresión inaceptable de los estándares de control jurisdiccional.
Al mismo tiempo, la reforma redefine el interés legítimo: quienes pretendan promover un amparo tendrán que probar que la norma, acto u omisión les cause una lesión jurídica real, actual y diferenciada respecto de otras personas, de modo que su nulidad produzca un beneficio cierto, directo y no meramente hipotético. Esa definición convierte en barrera lo que hasta ahora significaba apertura: muchas acciones colectivas, causas ambientales o peticiones de grupos vulnerables quedarían excluidas por no poder demostrar un perjuicio individual preciso. Aquí se quiebra la progresividad interpretativa del artículo 1° constitucional, inscrita también en tratados internacionales: ya no se parte del Estado debiendo expandir la protección de derechos, sino que se instala un cerco nuevo a la legitimación judicial.
Ciertamente, el defensor de la reforma podría argumentar que estos cambios serán aplicables sólo prospectivamente, que la retroactividad será corregida y que la exigencia de ponderación sólo pretende evitar abusos del amparo que paralicen decisiones de Estado. Pero ese tipo de defensa no considera que, si el texto admite la retroactividad de hecho, si la ponderación impone criterios vagos, si la definición de interés legítimo clausura casos de interés colectivo, la reforma genera un nuevo bloque de opacidad jurídica; y se instala la posibilidad de que autoridades usen los nuevos filtros procesales como garantía de protección selectiva.
Un riesgo profundo subyace: que la norma deje de proteger ampliamente a las personas y pase a ser mero instrumento de control político. Esta reforma acota la tutela individual, y redibuja el espacio jurídico de demanda ciudadana, seleccionando quién puede usar la justicia y cómo puede hacerlo. Alterar esa arquitectura es alterar el contrato social subyacente.
Las garantías jurídicas tienen un núcleo de exigencia mínima que no puede ceder ante el legislador: la prohibición de retroactividad en perjuicio, la suspensión efectiva, el acceso amplio a la justicia, y el principio pro-persona. Si una norma legislativa no puede justificarse ante esos principios ni someterse al escrutinio público, pierde su legitimidad. En efecto, si las instituciones jurídicas dejan de habilitar la defensa de lo común, se vuelven instrumentos de poder, no de emancipación.
En medio de una coyuntura donde la autoridad reclama mayor facilidad para gobernar, es imperativo que el derecho siga siendo escudo eficaz contra el poder. Si el derecho ya no protege con plenitud, se vulnera el pacto colectivo. La reforma al Juicio de Amparo debe concretarse sólo si fortalece esa tutela; pero en su versión actual constituye retroactividad regresiva, suspensión limitada y una inaceptable legitimación cerrada.
Investigador del PUED-UNAM