
Muchas cosas compartí con Carlos Ferreyra Carrasco y muchas más faltaron por hacer juntos. Algunas las evocamos aquel mayo de hace dos años en el University Club cuando un grupo de periodistas le ofreció el testimonio de su afecto y le hizo un homenaje fraterno y poco frecuente en el gremio.
--Viejito, le dije muy cerca de su deteriorado oído, cuando el tumulto de los abrazos le permitió recibir el mío. Con sus enormes manos de oso –dedos salchichorrosados, diría Joyce--, me golpeó la espalda y mientras me apretaba el costillar, me dijo las más hermosas palabras que un amigo le puede decir a otro:
--Te quiero mucho, cabrón, no se te olvide.
Breve frase para resumir tantos años, tantas mesas, redacciones, estas páginas de CRÓNICA, teclados, talleres olorosos a tinta; esa negra flor líquida mezclada en la sangre desde sus tiempos de tipógrafo infantil en la imprenta michoacana de los Carrasco, ¿verdad?; barras, farras, ilusiones y tristezas, bromas, pequeños secretos y durante años, alegrías, compañerismo; su casa de patio y fuente de columnas de madera, de amplia biblioteca y mantel de ternura dispuesto por Magdalena.
--¿Te acuerdas de Kapuscinski?
--Sí, pobre güey. Los polacos no le mandaban dinero y su agencia era tan pobre... no tenía ni donde escribir sus despachos. Yo le presté mi escritorio en Prensa Latina. Un día de muchos lo llevamos a comer Luis Suárez y yo cuando ya se gestaba “La guerra del futbol” entre Honduras y El Salvador. Actuaba con aparente timidez, pero con feroz instinto. Se fue a Centroamérica y escribió un libro espléndido: “Las botas”.
—Pues ahora es el mejor periodista del mundo, dicen.
--¿Ah, sí?, ¡qué bueno!, de algo le sirvió mi escritorio.
Y rió con una contagiosa ironía, sin mala intención, porque en todos los días de su vida, al menos los que yo viví, nunca le sentí ponzoña, jamás supe de intrigas contra nadie, y eso es duro cuando se vive en el triperío político del Senado, como él, cuando fue eficaz jefe de comunicación, sin confundir jamás su objetivo central: la información institucional.
Cuando jóvenes nos habían dicho aquello del libro, el hijo y el árbol y ahora me doy cuenta: el único árbol importante de su vida será después de su muerte.
La helada mano le tocó el hombro hace un par de días y seguramente, tras un abrazo frío le habrá dicho al oído, ven, vamos al mundo de cenizas con las Magdalenas --su compañera y su hija-- para luego envolverlo en el sudario de las llamas y mezclarlo eterno e infinito en un árbol de amor y ceniza --dijo Quevedo-- que polvo será, “mas polvo enamorado”, como confió en una entrevista con Edmundo Cázares hace poco.
Carlos Ferreyra tenía un genuino compromiso con su profesión. Gustaba de todo lo relativo a ella como síntesis de la vida. La calle, los aromas del día, el goteo silencioso de las lluvias ralas; los alaridos del huracán, la destrucción de los terremotos, la guerra y la paz. Todo le generaba tanto gusto como un viaje en dos ruedas. Intuitivo, discreto y observador. Todo lo quería abarcar.
Amante de la velocidad en dos ruedas –hasta el motocicletazo cuyo impacto le quebró un brazo y una clavícula--, decidió combinar sus gustos. Hizo periodismo en una moto de la Dirección de Tránsito. Eran los tiempos del “Negro” Durazo. Ferreyra trabajaba en “El sol de México”.
Le prestaron (con intervención de Raúl Sánchez Carrillo, subdirector de prensa de la policía), una Harley-Davidson reluciente y con sirena. Le dieron el uniforme de patrullero, con gorra y visera, botas Federicas y –obviamente--, libreta y anteojos de sol y además una libreta de infracciones real. Ferreyra montó y salió a trabajar. En sus trayectos lo cesaron, lo amenazaron y le ofrecieron dinero, hasta el peor momento de su aventura: con todo y la escolta prepotente y arbitraria, detuvo el auto de Patricia Morán, la esposa del Procurador General de la República, Oscar Flores Sánchez.
El reportaje reveló otra realidad: las presiones contra los policías, los riesgos, más allá de la simpleza generalizada del “mordelón”. Un fotógrafo, cuyo nombre ahora no recuerdo, registró varios momentos. El resultado fue el Premio Nacional de Periodismo.
Poco después de la ceremonia de premiación nos reunimos. Todos dijimos algo y en mi turno le hundí la broma:
--Carlos, todos tus amigos estamos muy contentos de que hayas ganado el premio nacional por haberte disfrazado de policía. Ojalá el próximo te lo den por disfrazarte de periodista.
--¡Cabrón!, me dijo. Y como siempre entre nosotros, todo acabó en un abrazo.
Hoy, cuando muchos desconocen los hechos de “Excelsior” en 1976 no olvido el auxilio de Carlos. No sólo compartió el trabajo en duras condiciones de hostilidad interna, sino también las consecuencias.
Julio Scherer me había encargado la sección de Radio, Cine y TV. Con pretexto de ese nombramiento, se convocó a la asamblea expulsoras. Yo necesitaba un adjunto y pedí a Ferreyra. Él estuvo de acuerdo, pero los jerarcas no.
Scherer me dijo pregúntele a Becerra Acosta, y Manuel se negó.
--Ferreyra está para otras cosas, argumentó. Insistí y logré que Carlos me acompañara y lo hizo hasta el exilio. Siempre se lo agradecí.
Siempre lamentó Ferreyra el rumbo del oficio. Oficio perdido, sería mejor llamarle. No estaba de ninguna manera instalado en una nostalgia infecunda. Lo decía, lo sabía y lo escribía:
- “Hoy, la cosa no es así... los nuevos “reporteros” todo copian de la web, nada más pegan y así, con toda desfachatez, se atreven a entregar sus notas... pero si te metes a Google, ahí, obtienes todo lo que necesitas... Están intentando acabar con el idioma e intentando acabar con el lenguaje como tal... Estamos atravesando una situación mucho muy penosa a nivel mundial, de ninguna manera, privativa de México.... El hombre y su tecnología, acabarán con la literatura porque, ahora, todo es una síntesis...”
Pero en el fondo quedaba la llama del viejo oficio, la cofradía, el mundo de camaradas cuya actitud nos hermanaba con cualquiera en cualquier parte del mundo donde hubiera una redacción:
“Pocos oficios –decía--, propician la relación entre sus practicantes, como el periodismo donde se crean vínculos afectivos, pero también solidarios, muy humanos. Dicho con sencillez, en el trabajo diario, en la competencia profesional, se arriba a tales cercanías que terminan por establecerse afectos propios entre familiares”.
Pero la flama se extinguió. La última primicia de su vida fue anunciar su cercana muerte. Lo dijo así:
“...Sé perfectamente que muy pronto habré de dejar este mundo terrenal... Mi tiempo de vida está a punto de concluir...No soy catastrofista ni nada por el estilo, pero estoy plenamente consciente de una triste realidad y en estos meses que me quedan de vida, lo único que voy hacer es aceptarlo...
“Eso, para mí, es muy importante porque llego a la conclusión de que regreso al inicio de mi destino, es decir, la vida tal como se inició para mí, asimismo concluirá... tal parece que la vida me trajo hasta este momento para asignarme un solo deber importante, que era cuidar a mi querida Magdalena y estoy seguro que nos volveremos a reunir los dos... quiero que nos incineren a ambos, que mezclen las cenizas y las utilicen para sembrar un enorme árbol, así es que trascenderíamos como un frondoso árbol...”
Y ahí, bajo su sombra, su recuerdo.