Era un martes 15 de octubre de 1985. Yo estaba rotando en urgencias como residente de primer año de medicina interna. Salí del Instituto hacia las 7 de la noche. Al día siguiente tenía guardia. Mi bella esposa Lila estaba al final del primer embarazo. Cuando llegué a casa, la encontré con un charco de agua en los pies. “Se rompió la fuente. Vámonos al hospital porque nace en unas horas”. ¿Cómo sabes?, me preguntó. Porque si no nace en unas horas, hay que sacarlo, ya que, a partir de la ruptura de las membranas, el riesgo de infección fetal aumenta, le contesté.
En la vida intrauterina el feto está dentro del saco amniótico que forman estas membranas, que lo protegen de infecciones. El feto está flotando en líquido amniótico, por lo que en esta etapa de la vida no respira. La sangre oxigenada le llega de la madre por el cordón umbilical, que entra por el ductus hepático, a través del hígado y se conecta con la vena cava inferior. Entonces, la sangre que llega al corazón derecho del feto ya está oxigenada y se salta los pulmones por la conexión que hay entre el corazón derecho y el izquierdo, tanto en las aurículas, como en los ventrículos y entre la arteria pulmonar y la aorta, conocida como conducto arterioso. Estas comunicaciones se cierran al nacer; de lo contrario, generan un problema cardíaco en los primeros meses de vida.
La famosa nalgada al nacer es en realidad el estímulo que se le da al recién nacido para que dé la primera bocanada de aire y se inflen por primera vez sus diminutos pulmones. Para quienes lo hemos visto, es un momento que, a pesar del cochinero que lo acompaña, es en cierta forma mágico. Luego viene interrumpir la circulación del cordón umbilical con unas pinzas y cortarlo. Tener ombligo es la prueba de que nacimos de una madre y, por eso, el famoso fresco de la creación de Adán de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina tiene un error: Adán tiene ombligo.
Mi querida amiga Leticia Quintanilla, también R1 de medicina en ese momento, amablemente se ocupó de la guardia que me correspondía el 16 de octubre, porque en efecto, en las primeras horas de ese día nació nuestro primogénito. Ahí estuve durante el trabajo de parto y lo vi nacer. Había visto nacer muchos niños durante el internado, pero este era el mío. Así que la impresión fue distinta. Una mezcla de alegría y miedo. El día que nace tu primer hijo es cuando te haces adulto. Es un día lleno de emoción y a la vez, el más aterrador. Tu vida como la conoces, desaparece para siempre. Te conviertes en codependiente de esa criatura, porque ya no puedes hacer otra cosa más que pensar en ella y aprendes lo que es desprenderte de cualquier cosa por el bien de un tercero. Pero, los ves crecer, como aprenden a caminar y luego a hablar y se convierten en personas encantadoras, con las que quieres convivir todo el tiempo posible. Me apenan los jóvenes que renuncian a la paternidad, o la aplazan para años más tarde, porque la ven como un estorbo. No saben de lo que se están perdiendo.
La paternidad tiene un efecto secundario: pierdes parte de tu esposa. Pasas a segundo plano, porque para ella nadie en el mundo es más importante que sus hijos y entonces, comprendes lo que dijo el reverendo Theodore Hesburgh, quien fuera presidente de la Universidad de Notre Dame por 35 años: “The most important thing a father can do for his children is to love their mother”.