
En los últimos años, la economía mexicana ha enfrentado un doble desafío: retomar una senda de crecimiento sostenido y, al mismo tiempo, lograr una distribución más equitativa de los frutos de ese crecimiento. Ambos objetivos exigen una revisión profunda de los supuestos de la política económica, de la institucionalidad fiscal y de los enfoques de inversión pública y formalización laboral. El estancamiento económico, la fragilidad fiscal y la incertidumbre institucional son señales de un modelo que ha llegado a su agotamiento.
Durante los últimos siete años, la tasa de crecimiento real del producto interno bruto ha sido una de las más bajas desde 1980. Datos del Banco Mundial muestran que la tasa promedio ronda el 1 % anual; sin embargo, al descontar el crecimiento poblacional el crecimiento per cápita es prácticamente nulo. Dicho de otro modo, el país no está generando mejoras sustanciales en el ingreso por persona ni ampliando las oportunidades de bienestar. Este estancamiento prolongado compromete la sostenibilidad de las finanzas públicas, la creación de empleo formal y la posibilidad misma de construir un nuevo pacto social.
A la debilidad del crecimiento se suma un fenómeno igualmente preocupante: el incremento sostenido de la deuda pública. En los últimos años, se ha ubicado entre el 47 % y el 53 % del PIB, y la tendencia ascendente reduce de manera significativa el margen de maniobra del Estado. En estas condiciones, el espacio fiscal para una política contra-cíclica se estrecha, y con él, la capacidad para sostener el empleo y estimular el crecimiento sostenido.
El Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación refleja claramente estas tensiones. En lugar de apostar por una expansión de la base tributaria y una formalización gradual de la economía, el diseño presupuestal se orienta a extraer más de la base gravable existente. Esta estrategia de corto alcance busca incrementar la recaudación sin modificar la estructura económica que mantiene a más de la mitad de la fuerza laboral en la informalidad. Sin embargo, exprimir más a los mismos contribuyentes erosiona la rentabilidad de las empresas, desalienta la inversión y, finalmente, termina reduciendo los propios ingresos fiscales.
Sin no se crece, no hay recaudación suficiente; sin ella, no se puede invertir; y sin inversión, no se puede crecer. Ese círculo vicioso ha caracterizado a buena parte de la economía mexicana de las últimas décadas, pero hoy se manifiesta con una agudeza mayor. A ello se suma la alarmante debilidad de la inversión productiva estatal. El gasto en inversión -infraestructura, equipamiento, proyectos de largo plazo- se mantiene en niveles históricamente bajos, cercanos al 2.5 % del PIB. La falta de proyectos estratégicos y de políticas industriales audaces impide que la inversión pública funcione como motor del crecimiento y, a la vez, deja a la inversión privada sin señales claras. En consecuencia, el Estado pierde la capacidad de inducir un ciclo virtuoso de crecimiento e inclusión, y el empleo de calidad se vuelve una rareza.
El panorama se complica con factores institucionales y jurídicos que generan incertidumbre. Las recientes reformas al Poder Judicial y a la Ley de Amparo, en un contexto de renegociación del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, han encendido alertas entre inversionistas nacionales y extranjeros. La percepción de debilitamiento de la independencia judicial y de alteración de las reglas del juego crea una prima de riesgo que eleva los costos de inversión y reduce los flujos de capital. El capital simplemente no fluye hacia donde no hay certeza jurídica ni predictibilidad de las normas.
A este clima de incertidumbre se añaden las tensiones externas derivadas de la nueva estrategia norteamericana de combate al crimen organizado. En meses recientes, tres instituciones financieras mexicanas de pequeño tamaño fueron sancionadas y forzadas al cierre. Si bien el impacto financiero en general fue limitado, el episodio plantea un riesgo mayor: ¿qué sucedería si las autoridades estadounidenses amplían su ofensiva hacia instituciones de mayor tamaño o hacia sectores estratégicos de la economía mexicana?
Frente a esta combinación de factores de riesgo, retomar la ruta del crecimiento se vuelve una necesidad urgente. Pero ese crecimiento debe tener un nuevo sentido histórico: no puede basarse en la precariedad laboral ni en el extractivismo fiscal. Debe convertirse en la base de una nueva política social que supere el modelo paternalista hoy vigente y se oriente a construir capacidades estructurales. No se trata de seguir repartiendo dinero como paliativo, sino de edificar un sistema nacional de cuidados que reconozca el trabajo no remunerado, atienda a las infancias, las personas mayores y con discapacidad, y libere tiempo y oportunidades para millones de mujeres hoy atrapadas en la economía del cuidado no pago.
Ese sistema de cuidados debe ser el eje de una nueva política de Estado Social de Derecho, en la que la garantía de los derechos humanos tenga una base presupuestal sólida y un anclaje en la economía productiva. Solo con un crecimiento que distribuya y con una distribución que impulse el crecimiento podrá México romper el ciclo del estancamiento.
El desafío de volver a crecer y distribuir mejor no es solo económico, sino político y ético. Requiere reconstruir la confianza en el Estado, redefinir el papel de la política fiscal y apostar por un modelo de desarrollo que no deje a nadie atrás. Crecer para incluir, incluir para crecer: ésa debería ser la consigna de una nueva etapa del desarrollo nacional.
Investigador del PUED-UNAM