
Fue una cruel ironía que el día 13 de octubre se celebrara el “Día Internacional para la Reducción del Riesgo de Desastres” por parte de las Naciones Unidas pues un día después (el 14) una enorme y esperada perturbación tropical causó tormentas generalizadas y prolongadas en Hidalgo, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí y Veracruz.
Es seguro que al menos 80 personas murieron y cerca de 40 no han sido localizadas hasta el sábado pasado. La Secretaría de Bienestar y sus siervos han censado 79 mil 816 viviendas afectadas. La cuantificación del daño total aún no se ha hecho, pero la presidenta Sheinbaum anunció una ayuda inicial de 10 mil millones de pesos para atender la emergencia (transferencia de dinero líquido, reparación de caminos, limpieza, salud, sistemas hidraúlicos, electricidad, etcétera). La fase de reconstrucción propiamente dicha, requerirá otra cantidad parecida, anticipó. Si eso es cierto, resulta que el gobierno gastará prácticamente todo el dinero que se resguardaba en el Fondo para Desastres (FONDEN) para todo el país antes de su desaparición, y ¡tan solo para atender un evento en 5 estados en desgracia!
¿Qué nos dicen estas cifras? Lacónicamente, que los desastres naturales en México, nos salen cada vez más caros. Correlativamente, que cada vez tenemos menos recursos relativos para atenderlos. Y algo más: en estos cinco estados, el Ejército se ha tardado y se vuelto ineficiente en una programa que ya manejaba con solvencia: el DN-3, según todos los testimonios locales, ahora llega mal y demasiado tarde. Una erosión de capacidades.
De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), la frecuencia de desastres en Latinoamérica ha aumentado 3.6 veces en medio siglo. Señala que mientras en la década de 1960 hubo 19 desastres, en promedio por año, en la primeras dos décadas del siglo XXI ese promedio aumentó a 68 fenómenos anuales.
La mayoría de los desastres en la región están relacionados con fenómenos de origen meteorológico e hidrológico, que incluye huracanes, tormentas, inundaciones y sequías.
Para el caso de México, por lo menos “65 millones de personas habitan en zonas urbanas y rurales con alto riesgo de impacto de huracanes, tormentas atípicas de gran intensidad, inundaciones, sequías y, no menos de la mitad de la población, vive en zonas de riesgo sísmico”. Las condiciones de vulnerabilidad se expandieron a partir de los años 80, fecha desde la cuál “la ocurrencia de desastres naturales se ha duplicado” dice C. Luiselli (Estrategia territorial y urbana. Informe del Desarrollo en México. México, UNAM-PUED, 2018).
Como quiera que sea, los mismos factores siguen explicando esta situación: sobreexplotación de los mantos acuíferos, cambio climático, mayor interdependencia con fenómenos internacionales (epidemias) y muy especialmente, la expansiva irregularidad de los asentamientos humanos. Poza Rica es el ejemplo clásico debido a la colosal crecida de su río Cazones que ocurrió a mediados de octubre.
¿No podíamos prevenirlo? Según varias fuentes periodísticas, existen documentos municipales que ya advertían de este riesgo al menos desde 2019 y calificaban como prioridad alta la construcción de muros para mitigarlo. Pero llegó Morena con su austeridad maníaca y ni las autoridades municipales, estatales ni las federales ejecutaron lo que estaban obligadas a hacer.
Un documento de 2019, firmado por el alcalde morenista Francisco Javier Velázquez, argumentaba que esa zona se encontraba en una deriva muy baja y estaba expuesta a las inundaciones en temporada de lluvias. Calculó una asignación de 145,2 millones de pesos para prolongar el muro de contención frente al posible desbordamiento del cauce.
Otro documento de desarrollo urbano que votó el cabildo ese año también apuntó a la vulnerabilidad de ciertas zonas “por muro de contención inconcluso”, y planteó “darle continuidad como medida de protección ante el comportamiento hidrológico del río”. El muro fue clasificado con una prioridad “A” y por tanto un plazo inmediato. Nada se hizo, pues la prioridad eran “los programas sociales”, la afirmación de las clientelas en el norte de Veracruz.
Ese supuesto “ahorro” en el presupuesto ha hecho que el daño escale a las decenas de miles de millones para medio reparar el asunto y la destrucción de caminos, escuelas, hospitales, edificios y casas.
La presidenta Sheinbaum ha hecho bien en acudir personalmente a los puntos del desastre, pero sin certeza de sus capacidades institucionales y de los recursos efectivamente disponibles en medio de la heredada compresión del gasto.
De ese modo, lo que le ha quedado a los gobiernos es fingir una preocupación y solidaridad, habilitar a cuanta dependencia pueda para recolectar enseres, artículos no perecederos, en busca de la caridad del pueblo. Los senadores mismos habilitaron su filantrópica mesa y las dependencias de salud, incluso, se dieron a la tarea de colectar las medicinas que la población tuviera a bien donar.
El Estado mexicano regresa así, a la idea de los gobiernos del siglo XVIII en la cual, el gasto en protección o salud o educación de la sociedad, dependía de la buena voluntad. Y su rol, se limitaba a organizar la caridad.