
Muy lejos de mi interés competir contra la sabiduría del gran Pedro “El Mago” Septién quien fijó para siempre una frase sobre la utilidad de codificar el pasado en estadísticas. Son probabilidades, registros, “profetas que miran hacia atrás”.
Obviamente su idea era más sencilla y menos profética: con base en el pasado se tienen elementos para calcular y en algunos casos prever el porvenir. Porcentajes, cifras, antecedentes, comportamientos similares en condiciones similares, a fin de cuentas.
Pero si hoy miramos al pasado no sólo avizoramos el futuro, si no comprendemos el presente. Al menos por cuanto hace a la incorporación cultural o la globalización.
En 1941 en los Estados Unidos, Japón era abominable. El odio nacional --expresado en la persecución de personas con rasgos orientales—se volcaba contra los japoneses. La explicación, no justificación, fue el ataque a la base naval de Pearl Harbor en el archipiélago hawaiano. Por esa destrucción (8 barcos hundidos; 188 aviones inutilizados, 2 mil 403 estadunidenses muertos y mil178 heridos), América entró a la II Guerra Mundial,
Cuatro años después los valores del odio se volvieron contra Estados Unidos. En agosto de 1945 dos bombas nucleares iniciaron la era atómica, incendiaron el cielo y el aire, secaron los ríos, y mataron a más de 250 mil personas en instantes. Sobre todo, en Hiroshima.
Han pasado 80 años y muchas de las ideas de entonces se han desvanecido. Como se cita en el muy conocido ensayo antropológico “El crisantemo y la espada” elaborado a la par de la ocupación americana en la posguerra:
“...Los estereotipos estadounidenses sobre los japoneses han cambiado mucho desde la Segunda Guerra Mundial, pasando de la imagen del enemigo dentudo y de piernas arqueadas, a la de la encantadora y gentil geisha, y de ésta a las del contemplativo maestro zen y el diligente hombre de negocios y, finalmente, a las del turista con la cámara en ristre y el banquero arrogante
(Benedict).”
Los japoneses, por su parte, no dudaron en montarse en el carro de la cultura occidental. Algunos de sus pensadores se escandalizaron (Mishima, un gran samurái de las letras, se abrió la panza por la traición a los valores imperiales), pero en general hubo un proceso de globalización sin pérdida de los elementos fundamentales: su cultura, su devoción por la responsabilidad, el orden, el idioma, el respeto a las tradiciones, su religión y hasta su gastronomía (ahora posiblemente compartidas) no han sido olvidadas.
En todo ese proceso tan dinámico (apenas han pasado 80 años, insisto y aún hay sobrevivientes del siglo pasado), los nipones también aprendieron a jugar béisbol.
“...El béisbol –dice el gran Paul Auster--, es un universo tan grande como la misma vida y, por lo tanto, todas las cosas en la vida, ya sean buenas o malas, trágicas o cómicas, caen dentro de su dominio...”
Hoy el más grande héroe deportivo de los Estados Unidos no es un blanco anglosajón capaz de lanzar el ovoide del futbol, quién sabe cuántas yardas y completar un pase de pasmosa recepción; no, el gran héroe de los niños (como lo fue Willy Mays de Auster), es un japonés: Shigei Othani, un corpulento japonés de un metro noventa de estatura con 100 kilos de talento natural para el juego de pelota. Y por si fuera poco un lanzador excepcional: Yoshinobu Yamamoto.
Quizá ya nadie recuerde la gestión de Douglas Mac Arthur en el Japón ocupado. Y si lo hacen será como un dato de la historia, pero nadie pierde el tiempo con anacrónicas exigencias de disculpas a quien no vivió el pasado ni fue actor directo del atomicazo o el ataque sorpresivo a una base naval.
Solamente algunos mexicanos del subdesarrollo acomplejado siguen cargando el pasado (sin entender nada) como un irremediable profeta de nuestra desgracia. Y la verdad quienes así piensan, nada más pierden el tiempo y hacen el ridículo.
Por ahora, play ball...